sábado, 31 de octubre de 2015

El intríngulis argentino


Dos buenas notas de la última edición de Le Monde Diplomatique (el Dipló; http://www.eldiplo.org), a cargo de José Natanson y Claudio Scaletta. El tema de ambas notas es el mismo: el intríngulis electoral argentino de cara al balotaje de Noviembre. Te van a gustar. 


Título: Globología

Autor: José Natanson

Texto: Comencemos por el contexto. En un marco de crisis financiera global y superado el momento más brillante del boom de los commodities, América Latina enfrenta un cuadro económico de bajo crecimiento, retorno de la restricción externa y tensiones cambiarias. Según datos de la CEPAL, el PIB regional crecerá apenas 0,5 por ciento en 2015. Este cambio de escenario económico llevó a un estancamiento o deterioro de los indicadores sociales que hacen pensar que la región tocó su “pico distributivo”, lo que a su vez se refleja en resultados electorales más ajustados para los gobiernos de izquierda, tal como demostraron los casos de Nicolás Maduro (menos de dos puntos de diferencia con la oposición) y Dilma Rousseff (menos de tres).

Esta baja en la performance electoral tiene como contracara el ascenso de una nueva derecha, que es nueva en tres sentidos básicos. Es nueva porque es democrática, porque ya no apuesta al partido militar como vía de acceso al poder y, exceptuando a sus sectores más recalcitrantes, se mueve dentro de las reglas de juego electorales, disputa elecciones y cuando las pierde acepta lealmente su derrota; es nueva porque es pos-neoliberal, porque al menos públicamente no reivindica las políticas de apertura, privatización y desregulación típicas de los 90, y es nueva porque es lo suficientemente astuta como para mostrar una “cara social”: en línea con el “conservadurismo compasivo” norteamericano, promete cambios macroeconómicos y reformas fiscales pero manteniendo los sistemas de protección desplegados en la última década.

Esta derecha caprilizada, de la cual el PRO de Mauricio Macri es un ejemplo paradigmático, es la que está arriesgando la continuidad de los gobiernos de izquierda. Por eso es necesario bucear más profundo, más allá de la superficie indignada de las referencias a la súbita “derechización” de los electorados y el supuesto reaccionarismo inherente a las clases medias, para entender los motivos que dan cuenta de su crecimiento. Y como toda alternativa democrática se afirma siempre en un suelo conceptual, la nueva derecha tiene como filosofía política una ética protestante de progreso por vía del esfuerzo individual de las personas o las familias: el ascenso como fruto del sudor o el ingenio es desde siempre un valor importante para la derecha, que no sólo no reniega del individualismo sino que incluso lo considera un motor clave para el avance de la sociedad, que debe limitarse a ofrecer igualdad de oportunidades a los ciudadanos para que luego cada uno llegue hasta donde quiera o hasta donde pueda. Por eso sus apelaciones recurren a menudo a la segunda persona del singular, como hace María Eugenia Vidal en sus discursos: “Te hablo a vos, que querés estar mejor…”.

Esta concepción explica, según la famosa tesis de Norberto Bobbio, que la derecha acepte las diferencias sociales, es decir la desigualdad, como parte inevitable de cualquier orden social en el que sus integrantes ejerzan plenamente su libertad. Sin sumergirnos en debates más profundos acerca de las consecuencias de esta perspectiva teórica, digamos que tiene como consecuencia concreta una cierta visión acerca del rol del Estado, el lugar de la sociedad y el alcance de la política: frente a una izquierda que tradicionalmente ha buscado a sus líderes en los movimientos colectivos (sindicatos, partidos, asambleas), la nueva derecha los encuentra en las hazañas individuales del deporte, los negocios y el espectáculo, que permiten medir el esfuerzo individual contando triunfos deportivos, millones de dólares o puntos de rating.

No sólo el macrismo recluta a sus candidatos de este semillero noventoso; el mismo Daniel Scioli es, por el dato incontestable de su origen, un producto de esta nueva realidad. Pero el PRO es el que ha llegado más lejos. Igual que el mexicano Vicente Fox, el chileno Sebastián Piñera o el estadounidense Donald Trump, Macri es un empresario-político dotado de una flexibilidad ajena a los viejos referentes de la derecha ideológica estilo Álvaro Alsogaray, Domingo Cavallo o Ricardo López Murphy, economistas formados en rígidas escuelas de pensamiento, a quienes se podrá acusar de cualquier cosa salvo de carecer de ideas. ¿Alguien se imagina al capitán-ingeniero o al inspirador de Manhattan Ruiz reivindicando alegremente la estatización de Aerolíneas o inaugurando una estatua de Perón junto a ¡Hugo Moyano!? Macri, que se mueve con la plasticidad propia de los hombres de negocios, carece de esos pruritos.

Deliberadamente alejado de cualquier dogma, dispositivo ideológico o corriente política que lo limite, el macrismo es una mezcla acuosa de liberalismo y conservadurismo. Si el primero se verifica en ciertos trazos inconfesados de su programa económico y el estilo moderno y globalizado de sus dirigentes (su máximo líder, por ejemplo, está divorciado), el segundo se comprueba en el catolicismo militante de muchos de sus miembros y en sus posiciones respecto de temas como la inseguridad o el aborto. Su modelo no es la reaccionaria derecha del PP español ni la sobria centroderecha socialcristiana alemana ni el tradicional partido conservador británico, sino la nueva derecha anti-política que vivió su ciclo hegemónico en Italia de la mano de Silvio Berlusconi y que ha comenzado a prosperar en algunos países europeos como España, con el crecimiento de Ciudadanos.

Su origen es siempre una crisis, porque son las situaciones límite las que suelen alumbrar este tipo de cambios profundos: en Italia, la crisis del sistema construido desde la posguerra en torno a la Democracia Cristina disparada por el mani pulite; en España, la crisis económica y el derrumbe del clásico bipartidismo. En Argentina, el colapso del 2001. Como señalamos en otra oportunidad, el macrismo es, igual que el kirchnerismo, una consecuencia de los estallidos de diciembre, que sacudieron la conciencia política no sólo de los sectores populares sino también de las elites económicas y las clases medias, muchos de cuyos integrantes adquirieron, por el simple ejercicio de observar un país en llamas, una nueva sensibilidad respecto de la cosa pública. Por eso, aunque en el macrismo convergen peronistas, radicales y todo el arco superviviente de los viejos partidos conservadores, la gran novedad, su aporte verdaderamente original a la política argentina, es haber logrado atraer, formar y retener a una cantidad importante de militantes provenientes del mundo empresario, el voluntariado católico y, sobre todo, las ONG tecnocráticas surgidas en los 90.

Con la audacia propia de los principiantes, el macrismo ensayó algunas movidas que podían sonar extravagantes para el análisis político tradicional pero que al final se demostraron exitosas: por ejemplo, candidatear en la provincia de Buenos Aires a la vicejefa de Gobierno de… la Capital, una idea a priori tan descabellada como postular a, digamos, el vicegobernador de Salta como candidato a gobernador de Jujuy. Inconcebible en un partido tradicional, la jugada borró todo el saber construido acerca de la supuesta tensión porteño-bonaerense y en el camino reveló la comprensión profunda de algunas mutaciones estructurales de los electorados, dispuestos a votar una cosa para presidente y otra para gobernador, intendente o diputado, apoyar un partido a un mes y otro al siguiente. En suma, confirmó que la ciudadanía, incluso la de la provincia de Buenos Aires, que se suponía encadenada a la voluntad de los punteros peronistas, es un sujeto autónomo y exigente, capaz de ejercer el voto castigo cuando lo cree necesario: lo paradójico es que haya sido el PRO, que se ha cansado de criticar el clientelismo y denunciar aparatos, el beneficiario de este hallazgo.

Como señalamos en el comienzo, la nueva derecha que encarna Macri despliega un discurso que combina convicción democrática y promesas sociales, todo envuelto en esa estética new age de tonos vagamente orientalistas que tanto irrita al kirchnerismo sunnita. Pero más que indignarse conviene preguntarse por qué este discurso resulta verosímil para sectores importantes de la población. Sucede que, contra lo que piensan los semióticos recién recibidos, ni el poder de la prensa hegemónica ni la protección mediática resultan suficientes para que la sociedad crea en las promesas de un determinado candidato.

Una posible explicación, entonces, podría encontrarse en la gestión porteña: Macri no privatizó las escuelas, aunque el presupuesto educativo como porcentaje del presupuesto total se redujo; no convirtió a la Metropolitana en el Ku Klux Klan, aunque sí habilitó represiones injustificadas, lo que por otra parte también ha sucedido con las fuerzas de seguridad nacionales, y no aranceló los hospitales ni prohibió a los bonaerenses, ni a los paraguayos, atenderse en ellos, por más que el manejo del área de salud exhiba todo tipo de déficits. En otras palabras, la promesa de sostener las políticas sociales y el tardío giro estatista de Macri pueden haber resultado convincentes porque su gestión en la Ciudad fue mediocre en muchos aspectos y, tal como reveló el caso Niembro, mucho más opaca de lo que se pretende, pero no fue una gestión neoliberal ni noventista.

Más que ideológico, su límite puede ser geográfico. El PRO, que a partir de diciembre gobernará los dos principales distritos del país, se despliega del centro a la periferia, que como demuestran las experiencias históricas del radicalismo y del peronismo es la forma en la que se construyen los partidos políticos en Argentina. Sus mejores resultados se concentraron en los grandes centros urbanos, el interior y norte de Buenos Aires y el sur de Córdoba y Santa Fe, lo que confirma que el kirchnerismo sufrió, como en el 2009, su histórica confrontación con el campo, un sector al que nunca terminó de entender.

¿Un partido para la zona núcleo? Quizás algo más. Para bien o para mal, y más allá de los vaivenes de los precios internacionales, los mercados de futuro y los seguros contra granizo, vivimos en la era de los commodities, que impone a los candidatos una doble frontera de políticas: por derecha define una economía que depende de la soja para garantizar la gobernabilidad, y por izquierda habilita un amplio sistema de protección social, que en buena medida es su consecuencia. Encorsetado por la soja como problema-solución, ni el más izquierdista de los gobiernos podrá prescindir del glifosato ni el más derechista de los presidentes podrá terminar con la Asignación Universal.

Fue este límite de hierro, que define el perímetro exacto de las posibilidades de nuestra democracia, el que le dio el tono a una campaña de asombrosas coincidencias programáticas: aunque detrás de cada candidato se agrupan fuerzas sociales, coaliciones políticas y superestructuras dirigenciales diferentes, tanto Macri como Scioli prometieron reducir el impuesto a las ganancias, bajar las retenciones, mantener bajo control estatal las empresas públicas y lanzar un plan para construir el mismo número de viviendas (un millón), todo bajo la apelación ambigua a un desarrollismo tan amplio como impreciso.

En este contexto de coincidencias, uno de los pocos puntos claramente identificables de desacuerdo fue la definición acerca del tipo de cambio: el macrismo propuso liberarlo desde el primer momento de su eventual llegada a la Casa Rosada, y ni siquiera cuando decidió reemplazar a los referentes más ortodoxos de su equipo económico desmintió públicamente esta alternativa, mientras que el sciolismo defiende la necesidad de administrarlo y eventualmente corregirlo, pero más gradualmente. El asunto es crucial, porque el precio del dólar es el precio más importante de nuestra economía y porque detrás de él se libra una intensa puja entre diferentes sectores sociales y económicos, en la que el propio establishment se encuentra dividido. Por haberlas vivido, todos conocemos las diferencias entre una devaluación fuerte y una devaluación suave, quizás el primer punto de apoyo sobre el cual podría afirmarse Scioli para empezar a escalar una campaña que está lejos de estar definida pero que se le va a presentar cuesta arriba.


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Título: La contradicción principal

Autor: Claudio Scaletta

Epígrafe: El estilo anodino de la campaña ocultó que Daniel Scioli y Mauricio Macri sostienen modelos económicos contrapuestos. El truco del discurso opositor es proponer soluciones en apariencia simples a problemas estructuralmente complejos.

Texto: os resultados de las elecciones del domingo 25 de octubre fueron un balde de agua fría no sólo para una porción importante de la clase política y su constelación de consultores y encuestadores, sino también para muchos analistas de la política y la economía enfocados en pensar una realidad que quedó en stand by hasta el 22 de noviembre: cómo sería un potencial gobierno de Daniel Scioli. De pronto la realidad impuso también una duda relegada hasta entonces a los márgenes: cómo sería un potencial gobierno de Mauricio Macri. Todas las dudas existenciales, los cruces de imaginarios y de estilos, la estética Montaner, el gabinete de puros, las diferencias con la épica kirchnerista volaron hacia un futuro remoto subsumidas por la nueva urgencia de la contradicción principal. El dato descarnado del escaso margen por el que se impuso el candidato del Frente para la Victoria y las dudas que ello genera frente al balotaje elevaron al primer plano, pero esta vez de manera dramática, una dimensión que el estilo anodino y descafeinado de la campaña, sometida a la impronta afectiva de los publicistas, había logrado diluir: las rupturas y contradicciones de los procesos de desarrollo.


Falacia conceptual

Probablemente una de las principales falacias conceptuales de la reciente campaña electoral fue la idea de que todos los candidatos estaban unidos por una idea común, la del desarrollo. El tono cuidado de los contendientes, el rechazo al discurso altisonante hicieron que se esconda a los candidatos ultramontanos a ministros de Economía y que nadie levante demasiado la voz. En la recta final, con las encuestas en la mano, todos convergieron en la media.

Por debajo, sin embargo, están en pugna dos proyectos: avanzar a una etapa superior que permita retomar el crecimiento con distribución progresiva del ingreso o regresar al pasado vía el ajuste clásico con cuenta al salario de los trabajadores. No es que nadie lo haya dicho, siempre fue un dato tácito, pero el discurso estuvo concentrado en las formas. Se les dejó entrever a los trabajadores y a las clases medias que podían perder muchos de los beneficios conseguidos en la última década, se habló de logros del pasado y del nuevo rol del Estado. Sin embargo, alcanzó con que el candidato opositor simplemente negara la pérdida de esos beneficios y prometiera sostenerlos en caso de llegar al poder para que prevalezca la realidad más inmediata de una economía estancada desde 2011, con todo lo que ello significa, junto al juicio inapelable del supermercado, esa angustia de que es cada vez más alta la cuenta por la misma compra. Existe también un problema generacional: para un votante de 30 años, por ejemplo, la pavorosa crisis del fin de la convertibilidad resulta, en el mejor de los casos, un recuerdo demasiado lejano como para transformarse en amenaza.

La suma de estos datos determina que la realidad emergente de los comicios sea clara: vuelven a estar en pugna dos perspectivas de país antagónicas. No es una dicotomía de barricada ni de campaña, sino el resultado predecible de la aplicación de paquetes diferentes de política económica. Aunque por momentos resulte difícil de percibir, el actual freno de la economía se produjo porque comenzó a operar la restricción externa, y ello se combinó con un contexto internacional adverso. Es fundamental tener en cuenta que estos problemas se solucionan de una sola forma: con desarrollo, con la transformación de la estructura productiva, y no con el ajuste de algunas variables económicas que en realidad son efectos del crecimiento una vez que se alcanza la restricción externa, y no sus causas (1).

Los candidatos pueden hablar de pobreza, de inflación, de déficit, hasta de desarrollo, los problemas pueden parecer comunes, pero sus diagnósticos son absolutamente opuestos y las diferencias en materia de distribución del ingreso y relaciones internacionales, abismales.

Mientras que el oficialismo identificó a la restricción externa como problema principal –algo esencial que delata también errores propios del gobierno saliente, pues ni se previó con antelación, aunque los macroeconomistas argentinos estudian el problema desde la década del 60, ni se la administró con la mayor eficiencia una vez reaparecida–, la oposición macrista habló de efectos como la inflación o el déficit de algunas cuentas públicas, al tiempo que ocultó a las cabezas de su equipo económico ortodoxo para evitar que se conozca su verdadero plan. El gran éxito del discurso económico opositor fue mezclar consecuencias con causas. La gran diferencia para el votante no politizado es que el primer diagnóstico demanda un proceso de abstracción y el segundo es una realidad inmediata. Quizá en estas dimensiones resida el necesario reacomodamiento discursivo que deberá ensayar Daniel Scioli de cara al balotaje.


Doble ruptura

Luego está la realidad del poder. Mientras que la oposición de centroderecha ofrece soluciones en apariencia simples que apuntan a los problemas inmediatos del votante medio, el desarrollo es un proceso complejo que, para colmo, demanda fuertes rupturas. Si desarrollarse supone transformar la estructura productiva, esta transformación de la base material altera también la estructura de clases emergente. Como la estructura productiva local no es autónoma, sino que se inserta en cadenas de valor globales conducidas desde los países centrales, desde la agropecuaria a la automotriz y la energética, la estructura de clases que le corresponde se encuentra internacionalizada. La propiedad predominantemente extranjera de las principales empresas no es un dato casual. Siguiendo el clásico análisis funcional gramsciano: las clases dominantes locales funcionan como auxiliares de las hegemónicas de los países centrales.

En otras palabras, el desarrollo demanda una doble ruptura: hacia adentro, al interior de la alianza de clases hegemónicas, y hacia afuera, y como consecuencia de la ruptura anterior, en materia de alineamientos internacionales.

Se trata por lo tanto de un proceso que supone un enfrentamiento al interior de la burguesía, entre la fracción que representa a la vieja estructura productiva y la que terminará representando a la nueva, y una tensión con el orden imperial bajo la órbita de Estados Unidos y sus satélites europeos. Por diferentes motivos, no quedó claro durante la campaña si el sciolismo sería capaz de conducir estos enfrentamientos.


Camino incompleto

El kirchnerismo, a través del crecimiento conducido por la demanda, logró la expansión del Producto Interno Bruto (PIB), sentó las bases para iniciar el desarrollo y, al hacerlo, dio comienzo a estos procesos de ruptura. Lo hizo invirtiendo la secuencia lógica: primero reorientó las relaciones internacionales hacia países con economías complementarias, como las de los BRICS, especialmente con Rusia y China, y no hacia las competitivas, como Estados Unidos y Europa, que se caracterizan además por intentar imponer ciertas políticas económicas a sus aliados periféricos. Fue una secuencia un poco obligada por rupturas anteriores, como el default de la deuda pública a partir de diciembre de 2001, pero reafirmada en la Cumbre de las Américas de 2005 en Mar del Plata cuando se rechazó el ALCA, el plan de Estados Unidos para liberalizar el comercio continental y subordinar a las economías latinoamericanas.

Frente a estos procesos iniciados tempranamente, más dificultades y demoras encontró la transformación de la burguesía local, lo que explica que el kirchnerismo haya tenido que subsanar este retraso mediante el recurso del Estado como actor económico. Lo hizo a través de la recuperación de la seguridad social y de YPF, los dos casos más emblemáticos, pero también del Correo, de Aerolíneas Argentinas y, más recientemente, de los ferrocarriles.

En este marco, el sciolismo no logró transmitir que, al menos en lo económico, representa una etapa superior de este proceso. No sólo en términos de continuidad, sino de continuidad superadora. Tenía los elementos para hacerlo: había preparado un Plan de Desarrollo, condición necesaria para abordar la restricción externa, que no era una receta de generalidades para rellenar una plataforma de campaña sino un trabajo sistémico sobre las principales cadenas de valor y sectores económicos, con un libro adicional para las 38 economías regionales del país. Un programa en el que había diagnóstico, construcción de consensos con los actores involucrados y medidas para implementar a partir del 11 de diciembre. Y que no se limitaba a un esquema con mejoras ofertistas, fiscales y financieras, incluido un Banco de Desarrollo, sino que también definía una macroeconomía postkeynesiana con énfasis en el sostenimiento de la demanda agregada para mantener y expandir el volumen de actividad y permitir así la ampliación de las inversiones programadas.

Será tarea de los expertos en campañas y discursos políticos analizar por qué, contando con esta clara oferta de diagnóstico y políticas para avanzar en los problemas principales, la propuesta no fue advertida por millones de votantes, quienes en cambio optaron por el discurso desplegado por el macrismo, con eje en los aspectos más problemáticos, todos ellos reales, de la situación económica.

Algunos analistas, al mejor estilo de lo peor de la oposición, cayeron en el tópico jauretcheano del supuesto conservadurismo de las clases medias (“la gente vota mal cuando está bien”), en referencia a los trabajadores y sectores medios beneficiados por el modelo de los últimos doce años. Más efectivo sería en cambio analizar por qué falló el discurso del candidato oficialista, qué parte no se entendió. Quizás parte del problema resida en que la estrategia de campaña muchas veces tendió a mimetizarse con la oposición. Si lo que se deseaba realmente era pagarles a los fondos buitre, como afirmó el gobernador Juan Manuel Urtubey, para qué elegir a quienes les dieron batalla en vez de a quienes siempre propusieron “volver al mundo”, a las relaciones carnales con Estados Unidos y a la insuperable experiencia del FMI supervisando la política económica. Si se trata de devolverle la rentabilidad al campo eliminando retenciones y aumentando reintegros, por qué no votar directamente a quienes siempre lo propusieron. Si finalmente el impuesto a las ganancias debía revisarse, por qué no elegir a quienes siempre demandaron su eliminación. Esto no quiere decir, por supuesto, que retenciones y ganancias sean dogmas a conservar, sino que por momentos el discurso se confundió con el de la oposición en lugar de hacer el esfuerzo de transmitir el diagnóstico y las propuestas propias.


Consenso naranja

El sciolismo sí enfatizó, pero aparentemente sin obtener los resultados previstos, la capacidad de gobernabilidad sobre la base de la construcción de poder real. En este sentido, las imágenes del acto de cierre de campaña en el Luna Park fueron contundentes: sobre el escenario estuvieron presentes la mayoría de los gobernadores provinciales, incluidos algunos de terceros partidos, como los de Neuquén y Río Negro, mientras en las plateas podía verse al grueso del peronismo en sus distintas vertientes, intendentes, dirigentes empresarios y un dato elocuente: a casi todo el sindicalismo, que hasta acordó reunificarse. Se trató de una muestra de alineamientos del poder político territorial; una imagen frente a la que el macrismo, sólo capaz de convocar al entusiasmo de la gran burguesía, quedó en sensible desventaja.


Lo que Scioli mostró fue el respaldo de los principales “factores de poder”, excluido, y sólo hasta cierto punto, el mediático. También que, en la construcción del nuevo consenso naranja, se proponía convocar a los que quedaron afuera de la etapa anterior. La oferta no podrá nunca ser replicada por el macrismo, que ni en el más optimista de los escenarios contará con el apoyo mayoritario de gobernadores y sindicatos. Más difícil sería el intento de domesticar a esa Hydra llamada peronismo, el mayor aparato de poder puro y duro del país. Esta suma de factores sería seguramente el principal límite de gobernabilidad de un eventual gobierno macrista, una dimensión incómoda pero crucial de la política que podría ser aprovechada por Scioli de cara a la segunda vuelta.

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