miércoles, 8 de febrero de 2012

Decíamos ayer

 
"...al partir, dejamos atrás
pisadas en las arenas del tiempo"

H. W. Longfellow, 1838

Para quien decida apagar la tele por un rato y dedicarse a entender lo que ocurre con el mapa del mundo contemporáneo resultará evidente que los movimientos en pugna a escala global son, sencillamente, tectónicos. Hay un cierto olor a muerte en el aire de este otoño allá en el Norte. El aire mismo parece inquieto, insinuando tal vez la llegada de viento, el viento de la Historia, que, una vez más, se niega a leer los brillantes ensayos de Francis Fukuyama. Es un mundo entero el que se acaba, que no termina de morir, al tiempo que la humareda y el polvo de los hechos nos impiden todavía apreciar con claridad aquello que vendrá.

Entender los tiempos que corren, así como también su probable devenir, constituye tal vez el legado más importante que nuestros intelectuales, pensadores y científicos dejarán a las generaciones venideras de argentinos. Pisadas en las arenas del tiempo: huellas, pistas que habrán de seguirse si la interpretación de los sucesos actuales es la correcta. Claves que habrá que interpretar en acciones concretas para emprender un camino distinto, posible, transitable. Es tarea ardua, sin embargo, la de ejercer la interpretación en tiempos turbulentos. Hay árboles y bosques, tendencias y matices, vientos y huracanes. En las páginas que siguen intentaremos señalar, a título de hipótesis, cuáles son los tres eventos que marcarán a fuego el nuevo siglo. Hace un tiempo que venimos advirtiendo sobre ellos y sus efectos políticos, sociales, económicos y culturales. De las decisiones que se tomen hoy mismo dependerá que la Argentina siga siendo una hoja en la tormenta. O no.

La Crisis Civilizatoria
Un fantasma recorre el mundo: la creciente convicción de que se está atravesando una crisis civilizatoria sin precedentes. Por todas partes se verifican señales de hartazgo y crisis estructural ante los efectos deletéreos de la cultura política y el capitalismo contemporáneos. Los signos de los tiempos son por demás elocuentes: en primer lugar, el grado más grande de inequidad de la historia humana, con sectores poblacionales viviendo en la Edad de Piedra a pocos kilómetros de élites beneficiarias de la Era Espacial. La concentración del poder financiero alcanza una magnitud nunca antes vista, con los hipermillonarios del mundo imponiendo su Weltanschauung a destajo a partir de sus propios instrumentos de educación: los medios corporativos de (des)información y de (in)comunicación. En los albores de la tan cacareada “Era de la Información”, se verifica un grado de especialización y compartimentalización del conocimiento nunca antes visto, al tiempo que la educación pública y privada alientan el semianalfabetismo de las masas, disciplinadas y entretenidas para su única función posible en el actual contexto: el consumo alienante o su deseo imposible, igualmente alienante. Una consecuencia práctica del devenir económico global es el desgarramiento de entidades caras a la Ilustración, como los estados-nación y otras categorías colectivas, no ya en beneficio de alternativas mejores o superadoras (e.g., el sentido de pertenencia a la especie humana) sino de la globalización de la producción, comercialización y consumo de mercancías. Por todas partes se advierte una notable desnaturalización de las instituciones políticas y jurídicas del Estado y su reemplazo por burocracias mayormente irrelevantes cuando no corruptibles, sólo consecuentes con el status quo económico. Sorprenden, por su parte, tanto la degradación como la creciente extinción de la diversidad cultural y biológica a favor de la unidimensionalidad del hombre y su entorno -la globalización de la economía mundial opera con efectos análogos a los del monocultivo sobre la diversidad ecológica-. En este contexto político y económico navega la nave insignia del capitalismo contemporáneo, los Estados Unidos de América, vencedora de las contiendas ideológicas, económicas, políticas y militares del Siglo XX. Su rumbo es inestable y errático; las contradicciones internas del Imperio, sumadas a una brutal crisis financiera, parecen no conducir ya nunca a las aguas quietas y felices del “Fin de la Historia”.

La declinación del Imperio no constituye un hecho aislado, ya que dos aspectos adicionales agregan un dramatismo inédito a la aurora del nuevo siglo: por un lado, miles de reportes científicos dan cuenta de un cambio climático de características globales y consecuencias por el momento impredecibles en toda su magnitud. El signo más manifiesto del cambio climático es el aumento de la temperatura media del planeta, un aumento de consecuencias desiguales para la geografía terrestre. Por el otro, se asiste al agotamiento a corto plazo de las reservas mundiales de petróleo, fundamento y motor de la economía global a lo largo del siglo que pasó. La resultante de esta crisis civilizatoria se manifiesta diariamente en el Norte y en el Sur: migraciones en masa, violencia social, guerras "preventivas", "choque de civilizaciones", saqueos financieros, burbujas bursátiles, genocidios económicos, ajustes fiscales, paraísos fiscales, "Davos", "Anti-Davos", crisis de sobreproducción, deflación, desempleo, hambre, desesperación y terrorismo. En el Norte, y tal como ocurriera en el siglo pasado, la actual fase del capitalismo occidental parece estar resolviéndose por una doble vía: económicamente, con depresión; políticamente, mediante una vuelta al fascismo.

¿Principio del fin del Imperio Americano?
Johan Galtung recordaba que un imperio es un sistema transfronterizo centro-periferia, a gran escala en el espacio y el tiempo, en el cual una cultura determinada legitimiza una estructura de intercambio desigual entre ese centro y esa periferia: económicamente, entre explotadores y explotados; militarmente, entre asesinos y víctimas, políticamente, entre dominadores y dominados; culturalmente, entre alienadores y alienados. Con bases militares propias instaladas en más de 160 países del mundo, con el mayor presupuesto militar (en términos tanto absolutos como relativos) de la historia del Hombre, los Estados Unidos de América constituyen hoy una fuerza militar hegemónica, imposible de retar con alguna chance de éxito por parte de cualquier otra potencia individual o alianza de potencias. Tres parecen ser los principales objetivos en la política exterior norteamericana posterior a la caída de la Unión Soviética: (1) mantener su status quo de potencia hegemónica mundial; (2) impedir la conformación de nuevos bloques regionales de poder, capaces de cuestionar o de rivalizar con su poder hegemónico (el "mundo multipolar" preconizado por Rusia, China y, hasta cierto punto, por la Unión Europea), y (3) asegurar en el mediano plazo el monopolio de las fuentes de abastecimiento de recursos estratégicos, principalmente energéticos (petróleo).

Puede fecharse en el 12 de agosto de 2008 el principio del fin de la hegemonía militar norteamericana más allá de sus fronteras. Cinco días antes se había producido el salvaje bombardeo de la capital de Ossetia del Sur por parte del gobierno títere de Georgia, en un acto que sólo la hipocresía occidental puede no definirlo como un intento premeditado de limpieza étnica. Cinco días después, la ultrarrápida, quirúrgica, impecable respuesta militar rusa había acabado con las fuerzas georgianas en todos los frentes. La posterior inacción norteamericana se tradujo en un papelón del que difícilmente se reponga su política exterior. A los efectos de cualquier especulación estratégica, con el sopapo ruso del 12 de Agosto pasado comenzó un nuevo orden en la correlación mundial de fuerzas. A los Estados Unidos les espera, de ahora en adelante, sólo una opción realista: el repliegue. En Afganistán ya se habla de una guerra perdida por parte de la NATO. En Iraq las fuerzas de ocupación ni siquiera han podido imponer la explotación de los recursos petroleros de ese país por parte de corporaciones occidentales. Los eventuales nuevos frentes de la desesperación estadounidense, Irán y Paquistán, no cuentan ni con la simpatía internacional ni con recursos (económicos y militares) capaces de asegurar una victoria rápida. El funcionariado norteamericano intuye que, a corto o mediano plazo, le espera un solo destino: la Corte Internacional de La Haya.

Si el frente militar norteamericano muestra una fuerte expansión en estos últimos años, no parece ocurrir lo mismo con su devenir económico, político y cultural. Desde 1989 hasta la fecha su dirigencia abandonó paulatinamente las instancias multilaterales de decisión para abocarse a un unilateralismo sin precedentes. El mismo ha tenido consecuencias internas y externas, entre las que se destacan un creciente proceso de fascistización de su clase política y de los organismos de control de la disidencia social (especialmente la prensa corporativa y las incontables agencias de seguridad interna del gobierno estadounidense), el desprecio por la diplomacia internacional, una militarización exacerbada acompañando la génesis de hipótesis de conflicto en prácticamente cualquier rincón del planeta y un paroxismo de la derecha religiosa, sobre todo en los estados del centro de ese país. Una de las consecuencias más palpables de estos procesos es la notable, y rápida, pérdida de capital simbólico por parte de los Estados Unidos de cara al resto del planeta. Los norteamericanos ya no son “los buenos de la película”. La respuesta no se ha hecho esperar: un reacomodamiento general de alianzas y asociaciones estratégicas “no tradicionales”, tendientes a proponer un posible mundo futuro, multipolar y menos dependiente de la superpotencia norteamericana.

Las caídas bursátiles de 2002/2003 y, sobre todo, la de 2007/2008, pusieron en boca de muchos analistas un número temible: 1929. Es que la evaporación de ganancias en estos períodos alcanza una magnitud tal que muchos economistas han comenzado a buscar paralelismos históricos con el gran crack de comienzos del Siglo XX. Carente de ahorro interno, con una política impositiva regresiva, una inédita concentración de la riqueza, una relativa desindustrialización y un creciente (y enorme) endeudamiento, la economía norteamericana depende hoy, tal vez más que nunca, de factores externos a su propio devenir: importación de bienes y capitales baratos procedentes mayormente de Asia, disponibilidad de energéticos (petróleo y derivados) a precios que no se condicen con la realidad de las reservas, exportación de servicios a un mundo que, ante una crisis, deberá prescindir abruptamente de ellos. En pocas palabras, factores que señalan una creciente debilidad y una baja resiliencia. El vergonzoso salvataje a la Mafia (bancos y entidades financieras) realizado por el Secretario del Tesoro Henry Paulson en Octubre de 2008 implicará un empobrecimiento mayor de la población norteamericana y una paulatina pérdida de prestigio y valor del dólar como moneda internacional de cambio. Ocurre que la burbuja financiera generada a comienzos de este siglo es imposible de salvar o maquillar; sencillamente, no existen recursos monetarios suficientes en el universo conocido para contener la sucesión de implosiones al sistema: hipotecaria, crediticia, derivados, déficits gemelos, etc. Relevante para este análisis es el siguiente dato: en los Estados Unidos existen unos 270 millones de armas de fuego en manos privadas. Queda claro que, de no contenerse pronto la crisis financiera, y superado cierto umbral de desesperación colectiva, la opción no será un cacerolazo sino una guerra civil.

La dirigencia norteamericana, fuertemente derechizada, muestra un comportamiento cada vez menos pragmático y menos permeable a las realidades de la política internacional. Signos evidentes de este giro son una cosmovisión de fuerte sesgo religioso en cuanto al papel que le cabe a los Estados Unidos en el mundo, y la renuncia del aparato gubernamental a ejercer su histórico papel de árbitro y direccionador del crecimiento económico, esta vez a cargo de los sectores financieros. La consecuencia cultural de este proceso ha sido el descrédito de este país en el imaginario colectivo internacional: en forma creciente, los Estados Unidos son vistos como el depredador del mundo más que su líder, como un amo colérico y obtuso al que se debe temer, del que se debe desconfiar y, en última instancia y en la medida de lo posible, destruir.

La mejor alternativa para nuestro país es, paulatina pero inexorablemente, despegarse económica, política, cultural y militarmente de este gigante bobo que ha comenzado un proceso de desmoronamiento, posiblemente terminal. En síntesis, más Mercosur, más Unasur, menos Embajador y menos Secretario para América Latina. Para horror del cipayaje local, el actual gobierno parece haber comprendido el mensaje.

El petróleo y el dilema energético
A comienzos de este siglo, el geólogo Kenneth Deffeyes predijo una crisis mayúscula en la producción de energéticos de origen fósil en todo el mundo: "La declinación en la producción de petróleo puede haber comenzado ya mismo; las actuales fluctuaciones en el precio del crudo y el gas natural podrían constituir el preámbulo de una crisis mayor".  En realidad, Deffeyes resumió lo que numerosos analistas vienen especulando desde hace una década: el mundo se acerca al punto máximo de extracción de petróleo (fenómeno conocido, en la jerga petrolera, como “Peak Oil”). Extendiendo la metodología de cálculo iniciada por su maestro (Marion King Hubbert) a una escala global de la producción de petróleo, Deffeyes sugirió que la declinación en la producción mundial de petróleo ya se habría producido (entre 2003 y 2004; otros cálculos extienden el punto del “Peak Oil” hasta 2020). Lo que quede por explotar será crecientemente más escaso, remoto, difícil de extraer, de baja calidad energética e, indefectiblemente, mucho más caro. Resumiendo sus observaciones, Deffeyes concluye que una crisis sin precedentes acecha a la Humanidad en el futuro inmediato. "Habrá caos en la industria del petróleo, en los gobiernos y en las economías nacionales. Incluso si los gobiernos e industrias fueran capaces de reconocer estos problemas, es demasiado tarde para revertir esta tendencia. La producción de petróleo declinará”. Para comprender los alcances de esta predicción debe recordarse la absoluta dependencia de la mayor parte de los países del mundo, y sobre todo de los países más desarrollados, del petróleo y sus derivados. Incluso si se pudiera obviar o reemplazar la dependencia mundial de las manufacturas petroquímicas, debe comprenderse que éstas consumen sólo el 7% de la producción mundial de petróleo (se incluye aquí la elaboración de plaguicidas y fertilizantes, elementos básicos para la producción agrícola de numerosos países). El mayor porcentaje de dicha producción se destina, lejos, a movilizar motores para la generación de energía y, sobre todo, para el transporte. Por ejemplo, del total de petróleo producido e importado por los Estados Unidos, el 66% es consumido por el transporte. Existen alrededor de 1.000 millones de vehículos terrestres circulando por todo el planeta, civiles y militares, públicos y privados, además de aviones y barcos, estos últimos a cargo del mayor porcentaje en el transporte transcontinental de cargas de todo tipo. Las perspectivas son aún más inciertas cuando se recuerda que las propuestas de reemplazo y reconversión de los derivados del petróleo son, en este momento, escasas. No existe un modelo energético en el corto plazo que en la práctica pueda servir de reemplazo al petróleo como movilizador del motor a explosión. Las alternativas conocidas como “biodiesel” o “biocombustibles” constituyen un disparate conceptual tan mayúsculo (convertir comida en combustible) que no merecen ser comentadas. Otros modelos alternativos, como el del hidrógeno, no hacen otra cosa que trasladar el costo energético de su producción a las propias fuentes de generación eléctrica.

El reciente descenso en el precio del petróleo no nos debería desorientar, ya que el mismo fue producido, así como también en otros commodities, por una ola especulativa por parte del mundo financiero, ola que ya concluyó con una formidable toma de ganancias. Concomitantemente, el declive económico estadounidense, responsable del consumo de un cuarto del petróleo comercializado mundialmente, también ha contribuido y contribuirá a la baja en los precios en el futuro inmediato. Esta tendencia se detendrá en algún momento, a partir del cual el precio del barril de petróleo se estabilizará temporalmente para luego retomar su ascenso.

La crisis energética mundial que se avecina no afectará solamente a los sistemas de transporte privados. Es obvio que todos los sistemas basados en el motor a explosión se enfrentan a su extinción en el mediano plazo. Es posible predecir el colapso del transporte aéreo, el encarecimiento del marítimo y una crisis aguda en el terrestre. La vuelta al ferrocarril y a cualquier otro sistema público de transporte de cargas y personas se impone como una política de Estado inmediata para cualquier nación que pretenda perdurar en el tiempo. Pero al mismo tiempo, el fin del petróleo traerá aparejada una disminución de la productividad agrícola mundial, ante los costos exponenciales que alcanzarán no sólo los combustibles para la maquinaria agrícola sino también los fertilizantes y  plaguicidas. El trabajo agrícola podría volver a ser tan intensivo en mano de obra como hace un siglo, y los rindes escasos y aleatorios volverían a los commodities agrícolas un recurso estratégico capaz de alterar el equilibrio demográfico y social de las naciones. Finalmente, una cultura industrial dependiente del petróleo en decenas de miles de productos deberá acostumbrarse a producir sin sus derivados, desde manufacturas agropecuarias hasta productos farmacéuticos, desde electrodomésticos hasta maquinaria bélica, desde yerba hasta satélites. Se dice que el recambio de una matriz tecnológica a otra demora unos cincuenta años en ser encarnada por las sociedades humanas. Mucho antes que eso habremos de experimentar una sacudida existencial sin precedentes en la historia. Toda la cháchara insufrible de los mercachifles de las “nuevas tecnologías” se derrumba en un detalle esencial: si se acaba el petróleo (del cual dependen, en última instancia, casi todas las tecnologías) volvemos a la Edad Media.

Cualquier alternativa al petróleo implicará, directa o indirectamente, un triple camino: por un lado, ahorrar energía; en segundo lugar, des-incentivar los sistemas privados de transporte; finalmente, incrementar exponencialmente la matriz eléctrica alternativa: hidroeléctrica, nuclear, eólica y solar (debe recordarse que, en nuestro país, la matriz energética depende de los combustibles fósiles en un 90 %). Mientras eso ocurre habrá que “estirar” las reservas disponibles de petróleo y gas el mayor tiempo posible. Algunos ejemplos: con o sin tren bala, la República Argentina deberá reformular, reponer, adecuar y extender su trazado ferroviario en una magnitud épica, nunca antes vista, si es que quiere seguir manteniendo su integridad territorial. La tecnología domiciliaria (y parcialmente la industrial) basada en el consumo de gas (como los sistemas de cocina y calefacción) deberá reconvertirse a sistemas eléctricos. El transporte urbano deberá ser mayoritariamente público. Mientras más temprano se inicie la reconversión industrial a las nuevas realidades energéticas del futuro, en mejores condiciones estaremos para enfrentarlo. No obstante, queda claro que la salida será traumática.

El Apocalipsis climático
Miles de reportes científicos vienen alertando desde hace varios años sobre las probables causas y consecuencias del cambio climático global. Ya no se discute la eventualidad de este proceso sino su magnitud, su qué, su cuándo, su dónde y su cómo. Por ejemplo, un número creciente de científicos descree del origen antrópico del calentamiento global, aunque no del fenómeno en sí. Se aprecia también cuán íntimamente se entrelazan los tres problemas clave aquí analizados: el cambio climático, la dependencia actual del petróleo y sus derivados, y la debacle económica y política de los Estados Unidos. Cualquier política de reversión o al menos mitigación del cambio climático en curso debe comenzar por un gran proceso de reemplazo tecnológico: el uso del petróleo como fuente de energía. El mundo entero, pero sobre todo los países poderosos de Occidente, se acercan a un punto sin retorno: el motor por excelencia de sus economías es la base de una catástrofe climática. Tanto la National Science Foundation como organizaciones científicas europeas vienen advirtiendo desde 2003 que los procesos de cambio climático podrían llegar a ser mucho más rápidos y dramáticos que los sugeridos por el IPCC (International Panel for Climate Change) en la segunda mitad de la década de 1990. Esto es, superado un umbral determinado, dichos procesos de cambio, así como sus consecuencias, podrían desatarse con una rapidez y virulencia insospechadas, lo que acotaría enormemente la capacidad de respuesta de las sociedades a dichos cambios. En otras palabras, se acotarían los plazos para la planificación de una salida ordenada. La resultante social, política y económica de estos cambios no sería entonces el resultado de una planificación consciente y pautada sino lo que quedará después de la catástrofe. Para sociedades con un alto nivel de ingresos y servicios, las consecuencias del cambio climático en marcha podrían significar sólo una cosa: su tercermundización caótica y acelerada. Podrían desatarse, en el seno de dichas sociedades, procesos de "sálvese quien pueda" al estilo de la "ética del bote salvavidas" preconizada por los neomalthusianos contemporáneos. Podrían desencadenarse, asimismo, procesos de violencia social y/o guerras civiles en sociedades altamente tecnificadas, en un grado intolerable para la persistencia de los estados-nación tal como se conocen desde la Revolución Francesa.

A pesar de que las nociones de “cambio climático” o “calentamiento global” forman parte del canon periodístico occidental de los últimos años, aún falta mucho para que puedan conocerse con exactitud las causas y consecuencias de estos fenómenos. En primer lugar, el proceso de calentamiento no necesariamente implicará una elevación uniforme de las temperaturas medias en todo el globo. Varias regiones probablemente se enfriarán en lugar de calentarse. Lo mismo cabe decir para el patrón de precipitaciones. Los modelos predictivos en este aspecto suelen ser frecuentemente contradictorios. Debe señalarse también que las consecuencias climáticas del actual proceso de calentamiento pueden incluir plazos sumamente largos para ser considerados con seriedad por parte de buena parte de la dirigencia de nuestro planeta. El rumbo climático de la Tierra ha variado sensiblemente a lo largo del tiempo geológico, alternándose patrones de ritmicidad ya comprobados (e.g., los denominados ciclos de Milankovitch) con procesos catastróficos producidos por agentes tanto externos (como los meteoritos) como internos (como aquellos debidos a la actividad tectónica de la corteza terrestre). Por estos motivos, y por la enorme complejidad de los patrones y procesos que interactúan en la atmósfera y la hidrósfera, no debe esperarse en el corto plazo el desarrollo de modelos climatológicos altamente confiables tanto para el conjunto como para regiones particulares del planeta. Es posible que la modelística climática requiera aún de años, cuando no de décadas, para producir escenarios útiles para, por ejemplo, estimar la producción agrícola de una determinada región en un momento dado del futuro.

Con algo menos de tres millones de kilómetros cuadrados de extensión continental, y una amplia representación latitudinal de dicho territorio, la República Argentina se verá afectada, sin dudas, por el actual proceso de cambio climático. Han sido sugeridos, por ejemplo, una ampliación de las fronteras agrícolas hacia el oeste y el norte de la región pampeana, al tiempo que se prevé una declinación en el patrón de precipitaciones de la región cuyana. Varios tipos de enfermedades típicamente tropicales, como el dengue y la malaria, podrían aumentar su incidencia en nuestra región. De producirse un aumento significativo en el nivel del mar, dos o tres regiones costeras patagónicas y, sobre todo, la región metropolitana de Buenos Aires, podrían verse seriamente afectadas. En el millón de kilómetros cuadrados de la Llanura Chaco-pampeana podrían alternar sequías en determinadas regiones e inundaciones más frecuentes en otras, si bien la tendencia general hasta ahora registrada indica un aumento importante en las precipitaciones promedio. (La actual sequía que padece la Llanura Chaco-pampeana no contradice este modelo predictivo general, ya que la misma responde a características particulares –bajas temperaturas— en las corrientes superficiales del Pacífico Ecuatorial; este fenómeno,  conocido como “La Niña”, ocurre con regularidad y alterna con fases más húmedas, los eventos denominados “El Niño”). En otras regiones (e.g., el Noroeste), un mayor ritmo de precipitaciones podría producir un aumento de los fenómenos de remoción en masa por parte de los actuales cursos hídricos intermitentes (cosa que ya parece estar ocurriendo en la provincia de Salta). Finalmente, es aún prematuro predecir el comportamiento de los campos de hielo y las masas glaciares en la región Andina Austral, si bien ha sido documentado el retroceso de buena parte de ellos en las últimas décadas.

A grandes rasgos, se advierten dos procesos mayores de consecuencias económicas y sociales para nuestro país: por un lado, una ampliación de las fronteras agrícolas (aspecto favorable para la producción primaria en la Llanura Chaco-pampeana); por el otro, los eventuales impactos negativos (inundaciones) en la Región Metropolitana como consecuencia del aumento del nivel del mar. Una política de largo plazo debería tener en cuenta estos dos aspectos cruciales a la hora de planificar nuestro futuro.

Epílogo: sobrevivir en tiempos interesantes
Raro privilegio el que nos toca: ser testigos vivientes de una época de cambios profundos y duraderos, algo que no ocurre todos los días sino una vez cada tres o cuatro generaciones, si no más. El hecho no debería alegrarnos demasiado: la transición al nuevo mundo que se avecina será difícil y tormentosa. La declinación estadounidense traerá aparejada una reconfiguración de la geografía mundial en todos sus aspectos: económico, político, militar y cultural. En el mejor de los casos, podríamos vivir en un mundo más equilibrado, culturalmente más diverso y menos propenso a las hegemonías mesiánicas del modelo civilizatorio anglosajón (en el peor, habrá que ir haciéndose a la idea de un holocausto nuclear). El agotamiento del petróleo derivará en un mundo inevitablemente más austero y elemental, más local que global, menos propenso a los caprichos del consumo y más atento a los costos energéticos de cada una de nuestras actividades. Finalmente, los cambios climáticos afectarán en forma dispar la productividad primaria, el estilo de vida y las tendencias demográficas de naciones enteras. Como consecuencia de estos procesos en ciernes habrá, entre pueblos y naciones, ganadores y perdedores. “Ganar”, en el contexto de este ensayo, significa no perder las mejores cualidades civilizatorias del actual sistema y adquirir otras nuevas; en síntesis, sobrevivir aprendiendo, en un marco general de cohesión social. “Perder” es sucumbir a la barbarie, a la pauperización económica, a la fragmentación social y cultural, al sálvese quien pueda de las élites o de los charlatanes de turno.

¿Sobrevivirá la Argentina a estos tiempos interesantes? La respuesta es difícil, aunque existen elementos alentadores que nos sugieren que es posible que así sea: nuestra actual intrascendencia el tablero estratégico internacional puede verse como una ventaja, ya que no nos convierte automáticamente en un blanco militar; en segundo lugar, todavía nos quedan algunas reservas de petróleo y de gas que, correctamente empleadas, podrían ayudar a una transición ordenada hacia una nueva realidad energética; tercero, nuestro extenso territorio ofrece soluciones a los peores problemas que podrían derivarse de los cambios climáticos. Un último factor, sumamente trascendente, debe ser tenido en cuenta: nosotros ya tuvimos las jornadas del 19 y 20 de Diciembre de 2001. Esto es, el cuerpo social argentino ya sufrió, y sobrevivió (con un costo elevadísimo) al derrumbe económico, pero sobre todo cultural, de la fase neoclásica del capitalismo tardío, cuyo núcleo duro es la banda de patanes que aún hoy adhieren al modelo monetarista de la Escuela de Chicago. En aquellos días de Diciembre, lo que realmente terminó en nuestro país fue la última dictadura militar y su corte civil de economistas fanáticos y oportunistas al servicio del ajuste, el endeudamiento y el festival financiero. Si bien unos cuantos políticos, jueces, economistas y corporaciones mediáticas aún no se dan por enterados, la sociedad argentina en su conjunto ya está en proceso de enviar al neoliberalismo al sitio que le corresponde: el basurero de la Historia. No es poca cosa en momentos en que el mundo entero está por vivir su propio 2001. 

Nuestra utopía para el Siglo XXI no es menor. Imaginamos una Argentina del año 2050 que, habiendo superado la Gran Depresión de 2009-2015, se ha convertido en una potencia mediana, socialmente cohesionada en torno a un proyecto de país soberano e independiente, territorialmente integrado, energéticamente autosuficiente, demográficamente equilibrado, jurídica y económicamente equitativo, productivamente armónico, culturalmente potente y estratégicamente integrado a una Unión Sudamericana concebida a sí misma como un modelo civilizatorio distinto, posible y deseable. Imaginamos a una sociedad no demasiado distinta de la actual, pero sí con otras preocupaciones, sin hambre, más justa, más solidaria consigo misma, más integrada por ciudadanos que por consumidores. Imaginamos menos shoppings, más verdulerías de barrio y más bibliotecas virtuales. Imaginamos ciudades con centro, caminables, con más bicicletas y tranvías. Imaginamos un territorio nacional integrado tanto por ferrocarriles e hidrovías, las mejores tecnologías del Siglo XIX, como por satélites y telecomunicaciones. Imaginamos centrales mareomotrices y molinos de viento en la costa patagónica, paneles solares en la Puna, infraestructura hidroeléctrica en los valles andinos. Imaginamos a una dirigencia económica que ha comprendido de una vez que el término “sustentabilidad” no alude solamente a aspectos financieros sino también sistémicos, escalares, físicos, sociales, ambientales, termodinámicos. Imaginamos a una dirigencia empresarial que ha asumido una visión de largo plazo y aquella densidad nacional que reclama desde hace años Aldo Ferrer. Imaginamos a una dirigencia política no demasiado distinta o diversa de la actual, pero sí con unos pocos conceptos marcados a fuego en el cerebro: (1) la construcción de un país posible lleva tiempo, mucho más que un período presidencial; (2) en consecuencia, para llevarla a cabo se requiere de pactos políticos profundos, interpartidarios e intergeneracionales; (3) los pactos consisten en metas concretas de infraestructura, modelo productivo, energético y social, cuantificables en  puntos porcentuales del Presupuesto Nacional e inamovibles por generaciones; (4) los pactos están para cumplirse. Imaginamos, finalmente, a una intelectualidad y a un cuerpo científico nacional menos proclive al ensayito dominguero para el engorde del curriculum o la provocación puertas adentro de la cátedra, y más inclinado al análisis en profundidad de las causas y consecuencias de estos tiempos turbulentos, a la génesis de nuevos relatos totalizadores, nuevas épicas, nuevas pisadas en las arenas del tiempo.