Dos buenas notas
de la última edición de Le Monde Diplomatique (el Dipló;
http://www.eldiplo.org), a cargo de José Natanson y Claudio Scaletta. El tema de ambas notas es el mismo: el intríngulis electoral argentino de cara al balotaje de Noviembre. Te van a
gustar.
Título:
Globología
Autor: José
Natanson
Texto: Comencemos
por el contexto. En un marco de crisis financiera global y superado el momento
más brillante del boom de los commodities, América Latina enfrenta un cuadro
económico de bajo crecimiento, retorno de la restricción externa y tensiones
cambiarias. Según datos de la CEPAL, el PIB regional crecerá apenas 0,5 por
ciento en 2015. Este cambio de escenario económico llevó a un estancamiento o
deterioro de los indicadores sociales que hacen pensar que la región tocó su
“pico distributivo”, lo que a su vez se refleja en resultados electorales más
ajustados para los gobiernos de izquierda, tal como demostraron los casos de
Nicolás Maduro (menos de dos puntos de diferencia con la oposición) y Dilma
Rousseff (menos de tres).
Esta baja en la
performance electoral tiene como contracara el ascenso de una nueva derecha,
que es nueva en tres sentidos básicos. Es nueva porque es democrática, porque
ya no apuesta al partido militar como vía de acceso al poder y, exceptuando a
sus sectores más recalcitrantes, se mueve dentro de las reglas de juego electorales,
disputa elecciones y cuando las pierde acepta lealmente su derrota; es nueva
porque es pos-neoliberal, porque al menos públicamente no reivindica las
políticas de apertura, privatización y desregulación típicas de los 90, y es
nueva porque es lo suficientemente astuta como para mostrar una “cara social”:
en línea con el “conservadurismo compasivo” norteamericano, promete cambios
macroeconómicos y reformas fiscales pero manteniendo los sistemas de protección
desplegados en la última década.
Esta derecha
caprilizada, de la cual el PRO de Mauricio Macri es un ejemplo paradigmático,
es la que está arriesgando la continuidad de los gobiernos de izquierda. Por
eso es necesario bucear más profundo, más allá de la superficie indignada de
las referencias a la súbita “derechización” de los electorados y el supuesto
reaccionarismo inherente a las clases medias, para entender los motivos que dan
cuenta de su crecimiento. Y como toda alternativa democrática se afirma siempre
en un suelo conceptual, la nueva derecha tiene como filosofía política una
ética protestante de progreso por vía del esfuerzo individual de las personas o
las familias: el ascenso como fruto del sudor o el ingenio es desde siempre un
valor importante para la derecha, que no sólo no reniega del individualismo
sino que incluso lo considera un motor clave para el avance de la sociedad, que
debe limitarse a ofrecer igualdad de oportunidades a los ciudadanos para que
luego cada uno llegue hasta donde quiera o hasta donde pueda. Por eso sus apelaciones
recurren a menudo a la segunda persona del singular, como hace María Eugenia
Vidal en sus discursos: “Te hablo a vos, que querés estar mejor…”.
Esta concepción
explica, según la famosa tesis de Norberto Bobbio, que la derecha acepte las
diferencias sociales, es decir la desigualdad, como parte inevitable de
cualquier orden social en el que sus integrantes ejerzan plenamente su
libertad. Sin sumergirnos en debates más profundos acerca de las consecuencias
de esta perspectiva teórica, digamos que tiene como consecuencia concreta una
cierta visión acerca del rol del Estado, el lugar de la sociedad y el alcance
de la política: frente a una izquierda que tradicionalmente ha buscado a sus
líderes en los movimientos colectivos (sindicatos, partidos, asambleas), la
nueva derecha los encuentra en las hazañas individuales del deporte, los
negocios y el espectáculo, que permiten medir el esfuerzo individual contando
triunfos deportivos, millones de dólares o puntos de rating.
No sólo el
macrismo recluta a sus candidatos de este semillero noventoso; el mismo Daniel
Scioli es, por el dato incontestable de su origen, un producto de esta nueva
realidad. Pero el PRO es el que ha llegado más lejos. Igual que el mexicano
Vicente Fox, el chileno Sebastián Piñera o el estadounidense Donald Trump,
Macri es un empresario-político dotado de una flexibilidad ajena a los viejos
referentes de la derecha ideológica estilo Álvaro Alsogaray, Domingo Cavallo o
Ricardo López Murphy, economistas formados en rígidas escuelas de pensamiento,
a quienes se podrá acusar de cualquier cosa salvo de carecer de ideas. ¿Alguien
se imagina al capitán-ingeniero o al inspirador de Manhattan Ruiz reivindicando
alegremente la estatización de Aerolíneas o inaugurando una estatua de Perón
junto a ¡Hugo Moyano!? Macri, que se mueve con la plasticidad propia de los
hombres de negocios, carece de esos pruritos.
Deliberadamente
alejado de cualquier dogma, dispositivo ideológico o corriente política que lo
limite, el macrismo es una mezcla acuosa de liberalismo y conservadurismo. Si
el primero se verifica en ciertos trazos inconfesados de su programa económico
y el estilo moderno y globalizado de sus dirigentes (su máximo líder, por
ejemplo, está divorciado), el segundo se comprueba en el catolicismo militante
de muchos de sus miembros y en sus posiciones respecto de temas como la
inseguridad o el aborto. Su modelo no es la reaccionaria derecha del PP español
ni la sobria centroderecha socialcristiana alemana ni el tradicional partido
conservador británico, sino la nueva derecha anti-política que vivió su ciclo
hegemónico en Italia de la mano de Silvio Berlusconi y que ha comenzado a
prosperar en algunos países europeos como España, con el crecimiento de
Ciudadanos.
Su origen es
siempre una crisis, porque son las situaciones límite las que suelen alumbrar
este tipo de cambios profundos: en Italia, la crisis del sistema construido
desde la posguerra en torno a la Democracia Cristina disparada por el mani
pulite; en España, la crisis económica y el derrumbe del clásico bipartidismo.
En Argentina, el colapso del 2001. Como señalamos en otra oportunidad, el
macrismo es, igual que el kirchnerismo, una consecuencia de los estallidos de
diciembre, que sacudieron la conciencia política no sólo de los sectores populares
sino también de las elites económicas y las clases medias, muchos de cuyos
integrantes adquirieron, por el simple ejercicio de observar un país en llamas,
una nueva sensibilidad respecto de la cosa pública. Por eso, aunque en el
macrismo convergen peronistas, radicales y todo el arco superviviente de los
viejos partidos conservadores, la gran novedad, su aporte verdaderamente
original a la política argentina, es haber logrado atraer, formar y retener a
una cantidad importante de militantes provenientes del mundo empresario, el
voluntariado católico y, sobre todo, las ONG tecnocráticas surgidas en los 90.
Con la audacia
propia de los principiantes, el macrismo ensayó algunas movidas que podían
sonar extravagantes para el análisis político tradicional pero que al final se
demostraron exitosas: por ejemplo, candidatear en la provincia de Buenos Aires
a la vicejefa de Gobierno de… la Capital, una idea a priori tan descabellada
como postular a, digamos, el vicegobernador de Salta como candidato a gobernador
de Jujuy. Inconcebible en un partido tradicional, la jugada borró todo el saber
construido acerca de la supuesta tensión porteño-bonaerense y en el camino
reveló la comprensión profunda de algunas mutaciones estructurales de los
electorados, dispuestos a votar una cosa para presidente y otra para
gobernador, intendente o diputado, apoyar un partido a un mes y otro al
siguiente. En suma, confirmó que la ciudadanía, incluso la de la provincia de
Buenos Aires, que se suponía encadenada a la voluntad de los punteros
peronistas, es un sujeto autónomo y exigente, capaz de ejercer el voto castigo
cuando lo cree necesario: lo paradójico es que haya sido el PRO, que se ha
cansado de criticar el clientelismo y denunciar aparatos, el beneficiario de
este hallazgo.
Como señalamos en
el comienzo, la nueva derecha que encarna Macri despliega un discurso que
combina convicción democrática y promesas sociales, todo envuelto en esa
estética new age de tonos vagamente orientalistas que tanto irrita al
kirchnerismo sunnita. Pero más que indignarse conviene preguntarse por qué este
discurso resulta verosímil para sectores importantes de la población. Sucede
que, contra lo que piensan los semióticos recién recibidos, ni el poder de la
prensa hegemónica ni la protección mediática resultan suficientes para que la
sociedad crea en las promesas de un determinado candidato.
Una posible
explicación, entonces, podría encontrarse en la gestión porteña: Macri no
privatizó las escuelas, aunque el presupuesto educativo como porcentaje del
presupuesto total se redujo; no convirtió a la Metropolitana en el Ku Klux
Klan, aunque sí habilitó represiones injustificadas, lo que por otra parte
también ha sucedido con las fuerzas de seguridad nacionales, y no aranceló los
hospitales ni prohibió a los bonaerenses, ni a los paraguayos, atenderse en
ellos, por más que el manejo del área de salud exhiba todo tipo de déficits. En
otras palabras, la promesa de sostener las políticas sociales y el tardío giro
estatista de Macri pueden haber resultado convincentes porque su gestión en la
Ciudad fue mediocre en muchos aspectos y, tal como reveló el caso Niembro,
mucho más opaca de lo que se pretende, pero no fue una gestión neoliberal ni
noventista.
Más que
ideológico, su límite puede ser geográfico. El PRO, que a partir de diciembre
gobernará los dos principales distritos del país, se despliega del centro a la
periferia, que como demuestran las experiencias históricas del radicalismo y
del peronismo es la forma en la que se construyen los partidos políticos en
Argentina. Sus mejores resultados se concentraron en los grandes centros
urbanos, el interior y norte de Buenos Aires y el sur de Córdoba y Santa Fe, lo
que confirma que el kirchnerismo sufrió, como en el 2009, su histórica
confrontación con el campo, un sector al que nunca terminó de entender.
¿Un partido para
la zona núcleo? Quizás algo más. Para bien o para mal, y más allá de los
vaivenes de los precios internacionales, los mercados de futuro y los seguros
contra granizo, vivimos en la era de los commodities, que impone a los
candidatos una doble frontera de políticas: por derecha define una economía que
depende de la soja para garantizar la gobernabilidad, y por izquierda habilita
un amplio sistema de protección social, que en buena medida es su consecuencia.
Encorsetado por la soja como problema-solución, ni el más izquierdista de los
gobiernos podrá prescindir del glifosato ni el más derechista de los
presidentes podrá terminar con la Asignación Universal.
Fue este límite
de hierro, que define el perímetro exacto de las posibilidades de nuestra
democracia, el que le dio el tono a una campaña de asombrosas coincidencias
programáticas: aunque detrás de cada candidato se agrupan fuerzas sociales,
coaliciones políticas y superestructuras dirigenciales diferentes, tanto Macri
como Scioli prometieron reducir el impuesto a las ganancias, bajar las
retenciones, mantener bajo control estatal las empresas públicas y lanzar un
plan para construir el mismo número de viviendas (un millón), todo bajo la
apelación ambigua a un desarrollismo tan amplio como impreciso.
En este contexto
de coincidencias, uno de los pocos puntos claramente identificables de
desacuerdo fue la definición acerca del tipo de cambio: el macrismo propuso
liberarlo desde el primer momento de su eventual llegada a la Casa Rosada, y ni
siquiera cuando decidió reemplazar a los referentes más ortodoxos de su equipo
económico desmintió públicamente esta alternativa, mientras que el sciolismo
defiende la necesidad de administrarlo y eventualmente corregirlo, pero más
gradualmente. El asunto es crucial, porque el precio del dólar es el precio más
importante de nuestra economía y porque detrás de él se libra una intensa puja
entre diferentes sectores sociales y económicos, en la que el propio
establishment se encuentra dividido. Por haberlas vivido, todos conocemos las
diferencias entre una devaluación fuerte y una devaluación suave, quizás el
primer punto de apoyo sobre el cual podría afirmarse Scioli para empezar a
escalar una campaña que está lejos de estar definida pero que se le va a
presentar cuesta arriba.
***
Título: La
contradicción principal
Autor: Claudio
Scaletta
Epígrafe: El
estilo anodino de la campaña ocultó que Daniel Scioli y Mauricio Macri
sostienen modelos económicos contrapuestos. El truco del discurso opositor es
proponer soluciones en apariencia simples a problemas estructuralmente
complejos.
Texto: os
resultados de las elecciones del domingo 25 de octubre fueron un balde de agua
fría no sólo para una porción importante de la clase política y su constelación
de consultores y encuestadores, sino también para muchos analistas de la
política y la economía enfocados en pensar una realidad que quedó en stand by
hasta el 22 de noviembre: cómo sería un potencial gobierno de Daniel Scioli. De
pronto la realidad impuso también una duda relegada hasta entonces a los
márgenes: cómo sería un potencial gobierno de Mauricio Macri. Todas las dudas
existenciales, los cruces de imaginarios y de estilos, la estética Montaner, el
gabinete de puros, las diferencias con la épica kirchnerista volaron hacia un
futuro remoto subsumidas por la nueva urgencia de la contradicción principal.
El dato descarnado del escaso margen por el que se impuso el candidato del
Frente para la Victoria y las dudas que ello genera frente al balotaje elevaron
al primer plano, pero esta vez de manera dramática, una dimensión que el estilo
anodino y descafeinado de la campaña, sometida a la impronta afectiva de los
publicistas, había logrado diluir: las rupturas y contradicciones de los
procesos de desarrollo.
Falacia
conceptual
Probablemente una
de las principales falacias conceptuales de la reciente campaña electoral fue
la idea de que todos los candidatos estaban unidos por una idea común, la del
desarrollo. El tono cuidado de los contendientes, el rechazo al discurso
altisonante hicieron que se esconda a los candidatos ultramontanos a ministros
de Economía y que nadie levante demasiado la voz. En la recta final, con las
encuestas en la mano, todos convergieron en la media.
Por debajo, sin
embargo, están en pugna dos proyectos: avanzar a una etapa superior que permita
retomar el crecimiento con distribución progresiva del ingreso o regresar al
pasado vía el ajuste clásico con cuenta al salario de los trabajadores. No es
que nadie lo haya dicho, siempre fue un dato tácito, pero el discurso estuvo
concentrado en las formas. Se les dejó entrever a los trabajadores y a las
clases medias que podían perder muchos de los beneficios conseguidos en la
última década, se habló de logros del pasado y del nuevo rol del Estado. Sin
embargo, alcanzó con que el candidato opositor simplemente negara la pérdida de
esos beneficios y prometiera sostenerlos en caso de llegar al poder para que
prevalezca la realidad más inmediata de una economía estancada desde 2011, con
todo lo que ello significa, junto al juicio inapelable del supermercado, esa
angustia de que es cada vez más alta la cuenta por la misma compra. Existe
también un problema generacional: para un votante de 30 años, por ejemplo, la
pavorosa crisis del fin de la convertibilidad resulta, en el mejor de los
casos, un recuerdo demasiado lejano como para transformarse en amenaza.
La suma de estos
datos determina que la realidad emergente de los comicios sea clara: vuelven a
estar en pugna dos perspectivas de país antagónicas. No es una dicotomía de
barricada ni de campaña, sino el resultado predecible de la aplicación de
paquetes diferentes de política económica. Aunque por momentos resulte difícil
de percibir, el actual freno de la economía se produjo porque comenzó a operar
la restricción externa, y ello se combinó con un contexto internacional
adverso. Es fundamental tener en cuenta que estos problemas se solucionan de
una sola forma: con desarrollo, con la transformación de la estructura
productiva, y no con el ajuste de algunas variables económicas que en realidad
son efectos del crecimiento una vez que se alcanza la restricción externa, y no
sus causas (1).
Los candidatos
pueden hablar de pobreza, de inflación, de déficit, hasta de desarrollo, los
problemas pueden parecer comunes, pero sus diagnósticos son absolutamente
opuestos y las diferencias en materia de distribución del ingreso y relaciones
internacionales, abismales.
Mientras que el
oficialismo identificó a la restricción externa como problema principal –algo
esencial que delata también errores propios del gobierno saliente, pues ni se
previó con antelación, aunque los macroeconomistas argentinos estudian el
problema desde la década del 60, ni se la administró con la mayor eficiencia
una vez reaparecida–, la oposición macrista habló de efectos como la inflación
o el déficit de algunas cuentas públicas, al tiempo que ocultó a las cabezas de
su equipo económico ortodoxo para evitar que se conozca su verdadero plan. El
gran éxito del discurso económico opositor fue mezclar consecuencias con
causas. La gran diferencia para el votante no politizado es que el primer
diagnóstico demanda un proceso de abstracción y el segundo es una realidad inmediata.
Quizá en estas dimensiones resida el necesario reacomodamiento discursivo que
deberá ensayar Daniel Scioli de cara al balotaje.
Doble ruptura
Luego está la
realidad del poder. Mientras que la oposición de centroderecha ofrece
soluciones en apariencia simples que apuntan a los problemas inmediatos del
votante medio, el desarrollo es un proceso complejo que, para colmo, demanda
fuertes rupturas. Si desarrollarse supone transformar la estructura productiva,
esta transformación de la base material altera también la estructura de clases
emergente. Como la estructura productiva local no es autónoma, sino que se
inserta en cadenas de valor globales conducidas desde los países centrales,
desde la agropecuaria a la automotriz y la energética, la estructura de clases
que le corresponde se encuentra internacionalizada. La propiedad
predominantemente extranjera de las principales empresas no es un dato casual.
Siguiendo el clásico análisis funcional gramsciano: las clases dominantes
locales funcionan como auxiliares de las hegemónicas de los países centrales.
En otras
palabras, el desarrollo demanda una doble ruptura: hacia adentro, al interior
de la alianza de clases hegemónicas, y hacia afuera, y como consecuencia de la
ruptura anterior, en materia de alineamientos internacionales.
Se trata por lo
tanto de un proceso que supone un enfrentamiento al interior de la burguesía,
entre la fracción que representa a la vieja estructura productiva y la que
terminará representando a la nueva, y una tensión con el orden imperial bajo la
órbita de Estados Unidos y sus satélites europeos. Por diferentes motivos, no
quedó claro durante la campaña si el sciolismo sería capaz de conducir estos
enfrentamientos.
Camino incompleto
El kirchnerismo,
a través del crecimiento conducido por la demanda, logró la expansión del
Producto Interno Bruto (PIB), sentó las bases para iniciar el desarrollo y, al
hacerlo, dio comienzo a estos procesos de ruptura. Lo hizo invirtiendo la
secuencia lógica: primero reorientó las relaciones internacionales hacia países
con economías complementarias, como las de los BRICS, especialmente con Rusia y
China, y no hacia las competitivas, como Estados Unidos y Europa, que se
caracterizan además por intentar imponer ciertas políticas económicas a sus
aliados periféricos. Fue una secuencia un poco obligada por rupturas
anteriores, como el default de la deuda pública a partir de diciembre de 2001,
pero reafirmada en la Cumbre de las Américas de 2005 en Mar del Plata cuando se
rechazó el ALCA, el plan de Estados Unidos para liberalizar el comercio
continental y subordinar a las economías latinoamericanas.
Frente a estos
procesos iniciados tempranamente, más dificultades y demoras encontró la
transformación de la burguesía local, lo que explica que el kirchnerismo haya
tenido que subsanar este retraso mediante el recurso del Estado como actor
económico. Lo hizo a través de la recuperación de la seguridad social y de YPF,
los dos casos más emblemáticos, pero también del Correo, de Aerolíneas Argentinas
y, más recientemente, de los ferrocarriles.
En este marco, el
sciolismo no logró transmitir que, al menos en lo económico, representa una
etapa superior de este proceso. No sólo en términos de continuidad, sino de
continuidad superadora. Tenía los elementos para hacerlo: había preparado un
Plan de Desarrollo, condición necesaria para abordar la restricción externa,
que no era una receta de generalidades para rellenar una plataforma de campaña
sino un trabajo sistémico sobre las principales cadenas de valor y sectores
económicos, con un libro adicional para las 38 economías regionales del país.
Un programa en el que había diagnóstico, construcción de consensos con los
actores involucrados y medidas para implementar a partir del 11 de diciembre. Y
que no se limitaba a un esquema con mejoras ofertistas, fiscales y financieras,
incluido un Banco de Desarrollo, sino que también definía una macroeconomía
postkeynesiana con énfasis en el sostenimiento de la demanda agregada para
mantener y expandir el volumen de actividad y permitir así la ampliación de las
inversiones programadas.
Será tarea de los
expertos en campañas y discursos políticos analizar por qué, contando con esta
clara oferta de diagnóstico y políticas para avanzar en los problemas principales,
la propuesta no fue advertida por millones de votantes, quienes en cambio
optaron por el discurso desplegado por el macrismo, con eje en los aspectos más
problemáticos, todos ellos reales, de la situación económica.
Algunos
analistas, al mejor estilo de lo peor de la oposición, cayeron en el tópico
jauretcheano del supuesto conservadurismo de las clases medias (“la gente vota
mal cuando está bien”), en referencia a los trabajadores y sectores medios
beneficiados por el modelo de los últimos doce años. Más efectivo sería en
cambio analizar por qué falló el discurso del candidato oficialista, qué parte
no se entendió. Quizás parte del problema resida en que la estrategia de
campaña muchas veces tendió a mimetizarse con la oposición. Si lo que se deseaba
realmente era pagarles a los fondos buitre, como afirmó el gobernador Juan
Manuel Urtubey, para qué elegir a quienes les dieron batalla en vez de a
quienes siempre propusieron “volver al mundo”, a las relaciones carnales con
Estados Unidos y a la insuperable experiencia del FMI supervisando la política
económica. Si se trata de devolverle la rentabilidad al campo eliminando
retenciones y aumentando reintegros, por qué no votar directamente a quienes
siempre lo propusieron. Si finalmente el impuesto a las ganancias debía
revisarse, por qué no elegir a quienes siempre demandaron su eliminación. Esto
no quiere decir, por supuesto, que retenciones y ganancias sean dogmas a
conservar, sino que por momentos el discurso se confundió con el de la
oposición en lugar de hacer el esfuerzo de transmitir el diagnóstico y las
propuestas propias.
Consenso naranja
El sciolismo sí
enfatizó, pero aparentemente sin obtener los resultados previstos, la capacidad
de gobernabilidad sobre la base de la construcción de poder real. En este
sentido, las imágenes del acto de cierre de campaña en el Luna Park fueron
contundentes: sobre el escenario estuvieron presentes la mayoría de los
gobernadores provinciales, incluidos algunos de terceros partidos, como los de
Neuquén y Río Negro, mientras en las plateas podía verse al grueso del
peronismo en sus distintas vertientes, intendentes, dirigentes empresarios y un
dato elocuente: a casi todo el sindicalismo, que hasta acordó reunificarse. Se
trató de una muestra de alineamientos del poder político territorial; una
imagen frente a la que el macrismo, sólo capaz de convocar al entusiasmo de la
gran burguesía, quedó en sensible desventaja.
Lo que Scioli
mostró fue el respaldo de los principales “factores de poder”, excluido, y sólo
hasta cierto punto, el mediático. También que, en la construcción del nuevo
consenso naranja, se proponía convocar a los que quedaron afuera de la etapa
anterior. La oferta no podrá nunca ser replicada por el macrismo, que ni en el
más optimista de los escenarios contará con el apoyo mayoritario de
gobernadores y sindicatos. Más difícil sería el intento de domesticar a esa
Hydra llamada peronismo, el mayor aparato de poder puro y duro del país. Esta
suma de factores sería seguramente el principal límite de gobernabilidad de un
eventual gobierno macrista, una dimensión incómoda pero crucial de la política
que podría ser aprovechada por Scioli de cara a la segunda vuelta.
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