Ay, mami. Otro
salame más hablando del fin del peronismo. Igual te digo, la lectura de estas
cosas es importante porque permite dimensionar la verdadera distancia entre el
chorro y el tarro que padecen las usinas del Imperio. Mientras masticábamos la
tostada esta mañana nos encontramos con una joya del diario español El País. Un
tal Héctor E. Schamis pontifica sobre el tema de marras. En fin. Antes de pasar
siquiera a leerlo le googleamos el nombre y aparece una foto y un párrafo
reseñando su rutilante carrera. La fotito muestra a un piola argentino del
montón, de esos capaces de vender a la madre por un rato más en la cancha de
golf. El curriculum es jugoso y, conociendo las instituciones en danza, más que CV parece un prontuario. Acá va:
Consejero
Académico del Centro para la Apertura y el Desarrollo de América Latina
(CADAL). Héctor Schamis es profesor en el Centro de Estudios Latinoamericanos y
en el programa “Democracy & Governance” de la Universidad de Georgetown.
Previamente enseñó en las universidades de Brown y Cornell. Dr. Schamis fue
becario del Woodrow Wilson Center en Washington DC, e investigador visitante en
la Universidad de Cambridge y en la Universidad Centroeuropea en Budapest. Es
autor de "Re-Forming the State: The Politics of Privatization in Latin
America and Europe" (2002) y de diversos artículos y ensayos sobre
autoritarismo, populismo, democratización y la economía política del tipo de
cambio en América Latina. Además de la docencia y la investigación, ha
trabajado en el diseño e implementación de programas y talleres sobre
corrupción, estrategias de privatización y administración electoral en nuevas
democracias, en colaboración con gobiernos, donantes, universidades y agencias
internacionales. Ha publicado notas en "La Nación"y
"Clarín" (ambos periódicos de Buenos Aires). Regularmente escribe en
"El Pais" (Madrid) y comenta en Club de Prensa de NTN24, canal de
noticias de Bogotá. Nacido en Argentina, obtuvo su Ph.D. en ciencia política en
la Universidad de Columbia.
Y ahora sí,
pasemos a la nota de Héctor en El País:
Título: El fin
del peronismo
Subtítulo:
Argentina vota sobre las ruinas del movimiento político y social más importante
de su historia
Texto: Cerca de
las elecciones los clichés se repiten ad nauseam. Las interpretaciones
enlatadas contienen la piedra filosofal de la política argentina, un producto
que se encuentra hasta en los estantes de The Economist. Es la explicación
parsimoniosa por excelencia, la variable que explica todas las desgracias. Es
la calamidad que no pudo haber surgido allí —país tan europeo, educado y de
clase media— sino tal vez de alguna mitología. Monstruo al cual cada vez que la
historia le cortó una cabeza, le nacieron dos.
Hidra omnipresente,
es el peronismo. Y, claro, hay peronistas en el oficialismo, peronistas en la
oposición —“Cambiemos”— y peronistas en el cambio a medias. El oficialismo es
el “Frente para la Victoria”, noción que remite a la elección de 1973, aquella
que terminó con 18 años de proscripción. El PRO de Macri, por su parte,
inaugura el monumento a Perón rodeado de ilustres peronistas, además de los que
ya tiene en sus filas. Y el cambio a medias se llama “Frente Renovador”,
evocando a la Renovación Peronista de los ochenta.
Hay peronistas en
todas partes y sin embargo la palabra “peronismo” no aparece en ninguna de las
boletas. Tampoco “Partido Justicialista”, su vehículo electoral. En las boletas
del oficialista Frente para la Victoria se ve una foto de Perón en simetría con
una de Néstor Kirchner. Una desproporción para crear un mito actual, más que
para recrear el mito del ayer. Esa es toda la simbología peronista que los
argentinos verán el próximo 25 en el cuarto oscuro. Tómese como un señalador.
Es que si hay peronistas
en todas partes, es precisamente porque el peronismo ha perdido toda cohesión.
Su diáspora es el síntoma más elocuente de su propia fragmentación, detrás de
la cual ha arrastrado a todo el sistema político argentino. Queda solo el
post-peronismo, una identidad difusa con un legado específico —la igualdad— que
todos buscan capitalizar. Ello no hace más que confirmar su disolución como
fuerza política organizada.
Tal vez haya sido
uno de esos determinismos de la historia. Muerto Perón y luego del trauma del
régimen militar, los más lúcidos entendieron la necesidad de transformar aquel
movimiento de inspiración corporativista en un partido político capaz de
funcionar en una democracia normal. Fue especialmente Antonio Cafiero quien
entendió el significado de la derrota electoral de 1983 y planteó la
imposibilidad de ampliar derechos políticos y sociales, las banderas clásicas
del peronismo, a costa de las libertades individuales y las garantías
constitucionales. El sermón de Alfonsín había llegado a oídos peronistas: hacer
justicia social a expensas de otros tipos de justicia es falaz.
La hiperinflación
llevó a Menem a la presidencia en 1989. Prometió redistribución pero hizo
ajuste y liberalización. No había demasiadas opciones de política económica.
Hasta los Kirchner, que luego estigmatizarían “los noventa”, apoyaron las
privatizaciones. El peronismo se reconcilió con el capitalismo y no fue
demasiado tarde, sobre todo si se tiene en cuenta que el Partido Laborista
británico recién lo hizo en 1997 con Tony Blair, por citar un ejemplo.
El peronismo
volvió a perder la elección de 1999 —tomen nota quienes además lo llaman
“hegemónico”— pero Argentina había arribado a un consenso sobre la democracia
capitalista. No era poca cosa, justo en el momento que la recesión y el default
arrasarían con todo. Cuando la sociedad gritaba “que se vayan todos” en las
calles de aquel diciembre de 2001 no exceptuó al peronismo. La consecuencia
inmediata fue que tres peronistas compitieran entre sí por la presidencia en
2003 mientras un cuarto la ejercía, Eduardo Duhalde. Significó la consolidación
de una manera facciosa de hacer política, una modalidad que permeó al régimen
político en su conjunto. Fue el comienzo del fin… del peronismo.
Néstor Kirchner
fue elegido presidente. Su mayor talento fue darse cuenta antes que nadie de la
profundidad de aquella crisis, de la irreversibilidad de la fragmentación. La
usó a su favor y la profundizó desde el Estado, incluyendo al peronismo. El
boom de precios internacionales le otorgó recursos sin precedentes para ejercer
el poder y reescribir la historia a discreción, el tan remanido relato. Surgió
el kirchnerismo, que se imaginó continuador del peronismo, nada menos,
narrativa funcional a su propia perpetuación.
Ostenta un auto
conferido certificado de autenticidad peronista pero, salvo en la retórica, no
podría haber sido más diferente. Si fuera como el original habría organizado al
sindicalismo de forma monopólica para centralizar su representación, pero lo
fragmentó también. Habría estimulado la industrialización, pero su política
cambiaria —el cepo al dólar— impide a los sustituidores acceder a las divisas
necesarias para importar bienes de capital. Habría hecho política social contra
la pobreza, pero ni siquiera la mide y en su voracidad fiscal hace tributar
ganancias a los jubilados y los asalariados de bajos ingresos.
Argentina vota,
según tantos analistas para decidir cuál versión de peronismo elige. En
realidad vota al post-peronismo, sobre las ruinas, setenta años mas tarde, del
que fue el movimiento político y social más importante de su historia. Si la
inevitabilidad de esa misma historia explica ese final, debe recalcarse que fue
el kirchnerismo quien escribió su certificado de defunción.
El gigantesco desafío
que enfrenta Argentina es encontrar un nuevo régimen político, construir una
república capaz de garantizar derechos—civiles, políticos y sociales—y retomar
la prosperidad duradera, no la de efímeros booms exógenos. En ese camino, el
legado peronista será uno más y lo será para todos. Fracasar en esa
construcción significará, por el contrario, la perpetuación del legado
kirchnerista, el del faccionalismo y la fragmentación.
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