Mañana se celebran elecciones presidenciales en México.
Posteamos hoy dos notas sobre el tema. La primera, de Santiago O’Donnell para
Página/12, habla de lo que significaría un triunfo del candidato de
centroizquierda López Obrador (foto) para toda la región:
Título: Patria agrandada
Texto: Parece que va a ganar López Obrador. Es su tercera
oportunidad y esta vez la diferencia parece irremontable. Está a punto de
convertirse en el primer presidente mexicano proveniente de los movimientos
sociales y llega a este punto crucial en un momento clave para el futuro de su país y su región. Y lo
precede un debate sobre el lugar que debe ocupar México en la región dada su
cercanía geográfica con Estados Unidos y su afinidad cultural con
Latinoamérica.
El momento es clave porque en Estados Unidos gobierna Donald Trump, quien ha hecho del desprecio y
del insulto a los mexicanos un emblema de su pólítica exterior. Las señales de
ninguneo incluyen, por supuesto, el culebrón del muro que terminará siendo
alguna foto y mucho bla bla bla. Pero, significativamente, incluye también la
cancelación unilateral por parte de Washington del Nafta, o Tratado de Libre
Comercio de Norteamérica. Aunque poco después de asumir Trump le dijo a su
colega Peña Nieto que estaba dispuesto a renegociar el acuerdo, en septiembre
del año pasado Estados Unidos se retiró de la negociación y el posible futuro
acuerdo quedó en la nada. Mas alá de las ventajas y desventajas del tratado
para cada país, que aún hoy se discute, lo
innegable es que el Nafta ataba la economía mexicana a la suerte de sus
socios norteamericanos y esa dependencia no le dejaba mucho margen para
explorar vías alternativas de desarrollo.
Poco más de una década atrás, bajo el liderazgo de Lula y
Chávez, una generación de líderes latinoamericanos convergieron en un proyecto
de integración regional invocando la visión de Patria Grande de Bolívar y
San Martín. Lo hicieron a través de una
arquitectura de instituciones que cumplen al menos tres funciones. Primero, sirven
de garantes de la autonomía del bloque ante actores externos. Segundo, actúan
como mecanismos de resolución de conflictos entre paises miembro. Tercero,
operan como guardianes de los regímenes democráticos post dictatoriales ante
amenazas internas y externas. Unasur, Celac, Mercosur, ALBA, OEA, Aladi, CAF,
CIDH, Corte IDH, hicieron su parte para
que esto sucediera en mayor o menor medida, con éxito y también con algunos
fracasos.
Entonces el bloque ocupó su lugar en el mundo, en la ONU, el
G20, los Brics, entre otros foros, asumiendo
posturas comunes, por ejemplo, en temas como el asilo a Julian Assange,
el terrorismo islamista en Europa, el conflicto de Medio Oriente y los tratados
internacionales sobre el calentamiento global.
Pero como todo proyecto de integración la Patria Grande
tenía sus límites, empezado por su geografía. ¿Hasta dónde llegaba? Para Chávez
llegaba hasta el Río Grande y además de México abarcaba a Centroamérica y las
islas del Caribe. De ahí sus generosas ayudas de petróleo subsidiado a los
países más pobres de esa subregión. En cambio Lula, apoyado por Néstor
Kirchner, sostenía que el bloque terminaba en el límite entre Colombia y
Panamá. No había integración latinoamericana posible con países que además de
compartir tratados de libre comercio con Estados Unidos, dependen de remesas de
dinero desde ese país para subsidiar a sus economías y a la inversa, alimentan a Estados Unidos de mano de obra
barata a traves de un flujo migratorio
constante y sostenido. El golpe contra el presidente de Honduras Mel Zelaya en
2009 reafirmó ese límite ante el flamante bloque sudamericano. Brasil,
Argentina y sus aliados apostaron fuerte por el retorno del mandatario depuesto
pero Estados Unidos ejerció su hegemonía para imponer una rápida salida
electoral a través del gobierno de facto.
Ahora el escenario vuelve a dar señales de volatilidad. Con
el primer presidente de México inclinado a la izquierda por lo menos desde el
sexenio de Lázaro Cárdenas (1934-40), con el proyecto de la derecha mexicana
agotado primero desde adentro y luego por fuera del PRI, con un bloque
sudamericano golpeado pero todavía vivo, con la perspectiva realista de un
triunfo de Lula o del PT en octubre en Brasil, con un Trump que no quiere saber
nada con la región mientras no se convierta en un semillero de terroristas
islamistas, el mapa político de las Américas podría reconfigurarse.
Por peso propio y también por geografía, un México desafiante
y en busca de nuevos socios rápidamente podría posicionarse como el eje norte
de una Patria Grande agrandada, que mantiene vínculos innegables con la
industria cultural y tecnológica norteamericana
pero que ya tiene a China y no a Estados Unidos como principal socio
comercial, y que mira a Europa y Asia en busca de nuevos mercados e inversores.
Así, en este momento tan particular de debilidad relativa de Estados Unidos en
la región (moral, política, económica),
la elección mexicana, bien
aprovechada, podría ser el disparador de un novedoso proceso de integración
entre centroamérica y sudamérica. Pero claro, dicho proceso solo será posible
si el eje México-Brasil logra romper con
las barreras sociales, culturales, políticas y económicas que lo venían impidiendo
y que por lo tanto no se pueden subestimar.
***
La nota que sigue habla del clima de violencia que ha
envuelto a México en los últimos años. Es de Alberto Pradilla para el diario
español Público.es:
Título: Votar en el país de la guerra sin trincheras
Epígrafe: México acude el domingo a las urnas tras la
campaña más sangrienta de su historia. Al menos 133 políticos han sido
asesinados. Desde que el expresidente Felipe Calderón declaró la “guerra al
narco”, más de 260.000 personas han sido asesinadas y 36.000 están
desaparecidas.
Texto: Omar García Velásquez tiene 27 años y es un
sobreviviente. Hace cuatro años, la noche del 26 de septiembre de 2014, 43 de
sus compañeros de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa desaparecieron sin
dejar rastro. No por propia voluntad. Los desaparecieron. Habían tomado por la
fuerza varios autobuses en Iguala, a 200 kilómetros de la Ciudad de México. Querían
acudir a la marcha que conmemora la matanza de Tlatelolco, cuando cientos de
estudiantes murieron acribillados en 1968. No llegaron a su destino. La versión
oficial dice que fueron víctimas de un grupo de narcos, que los secuestró, los
quemó y tiró sus restos a un vertedero. García niega esa tesis: “Fue el Estado.
Miembros del Ejército y policías federales, por orden de las autoridades a
nivel federal”. Él está vivo, puede denunciar, puede pelear para que el crimen
no quede impune.
García vive ahora en México DF. Sobrevivir lo convirtió en
amenazado. “Tuve que salir de mi pueblo, de mi Estado, las amenazas son
constantes y no se investigan. Me llamaban por teléfono, me dejaban mensajes en
las redes sociales. Aquí no creo que este tan seguro, pero trabajo, estudio,
etcétera. Si algo va a pasar pues, pasará”, dice. No habla desde la
resignación. A pesar de lo padecido, no ha dejado el activismo.
La línea que separa miembros del Estado de crimen organizado
es muy delgada
Nadie sabe qué fue de los 43 de Ayotzinapa. Desde que se
perpetraron los hechos solo se han identificado los restos de uno de los
estudiantes. Tampoco las investigaciones han dado sus frutos. Después de
superarse el centenar de detenidos, no se ha determinado qué ocurrió aquella
noche ni quiénes son los responsables. Los relatos siguen oscilando entre
quienes aseguran que fueron víctimas de los narcos, que les castigaron por
secuestrar un autobús en el que habría escondido un alijo, hasta quien
responsabiliza directamente a algún cuerpo uniformado. La línea que separa uno
y otro grupo, crimen organizado y miembros del Estado, es muy fina y es difícil
determinar si alguien forma parte solo de uno, otro, o de ambos.
El caso de los normalistas de Ayotzinapa es un símbolo de
las desapariciones forzosas y el crimen de Estado para un México que acude a
elecciones marcado por la violencia.
Todas las encuestas dan como vencedor al izquierdista Andrés
Manuel López Obrador, candidato de Morena (Movimiento de Regeneración
Democrática). Por detrás, Ricardo Anaya y José Antonio Meade. El primero,
liderando una extraña coalición entre el derechista Partido de Acción Nacional
(PAN) y el progresista Partido de la Revolución Democrática (PRD), donde López
Obrador militó hasta su marcha en 2011. El segundo, como aspirante tecnócrata
del Partido de la Revolución Institucional (PRI), que ha dominado la política
mexicana casi ininterrumpidamente desde hace 80 años.
La violencia es una de las grandes preocupaciones para los
mexicanos y no parece que nadie tenga una receta para ponerle fin.
Las cifras son espeluznantes. Desde 2006, cuando el entonces
presidente Felipe Calderón dio inicio a lo que denominó “guerra contra el
narco”, el país se hunde en un charco de sangre. Al menos, 230.000 asesinados.
Al menos, 35.000 desaparecidos. Una tasa de homicidios de 20 por cada 100.000.
Cierto es que todavía está por debajo de sus vecinos centroamericanos. México
no llega a los niveles de Guatemala (26 muertes violentas por cada 100.000),
Honduras (43 por cada 100.000) o El Salvador (64 por cada 100.000). No
obstante, mientras que la tendencia en estos países va a la baja, en México los
números no hacen sino crecer. En el último año, al menos 26.000 personas fueron
asesinadas. Es difícil hacerse una idea de qué significan estas cifras.
Imaginemos, por ejemplo, el estadio de Vallecas, con su aforo completo, todos
cadáveres. Multipliquémoslo por dos. Ese es el número de víctimas de homicidios
solo en un año en México.
“Antes esto no era así”, dice Ixchel Cisneros, directora de
Cencos (Centro Nacional de Comunicación Social), una ONG que denuncia las
violaciones de Derechos Humanos en México. Responsabiliza a la “guerra contra
el narco” decretada por Calderón pero recuerda que el actual presidente,
Enrique Peña Nieto, ha sido incapaz de detener la sangría. De hecho, las cifras
de homicidios y desapariciones ya superan a las de su antecesor.
La última campaña de Cencos se llama Voces Libres y alerta
sobre el asesinato de periodistas. En los últimos seis años, un total de 46
informadores han sido asesinados. El caso más conocido es el de Javier Valdez,
muerto a tiros en Sinaloa el 15 de mayo de 2017. Si algo caracteriza a estos
crímenes, según Cisneros, es la impunidad. Lo habitual es que nunca llegue a
saberse quién mató al periodista. En caso de que sí que se detenga al que
apretó el gatillo, lo que nunca se averigua es quién dio la orden.
Primero les mataron; luego trataron de hacer creer que se lo
habían buscado
A los 46 periodistas asesinados se suma la ejecución
extrajudicial de 106 defensores de Derechos Humanos. Cuando hablamos de esta
categoría, hacemos mención a la participación directa del miembros del Estado.
“Antes se decía que mientras no nos metamos en problemas o
andemos de revoltosos, no pasa nada. A esta hora, todo el mundo está propenso
de que te desaparezcan, te confundan con un narco, quieran tratar con tu cuerpo
en el caso de las mujeres, o tus órganos. ¿Quién está exento?”, se pregunta
Omar García. En su opinión, uno de los castigos sufridos por los familiares de
los desaparecidos de Ayotzinapa es la revictimización y la criminalización.
Primero, les mataron. Luego, trataron de instalar el discurso de que algo
habían hecho, que se lo habían buscado.
Explicar por qué la violencia se ha desatado en México es
complejo. Antes del inicio de la “guerra” de Calderón existía una especie de
acuerdo entre el Gobierno del PRI y los cárteles, según explica el investigador
José Antonio Crespo, del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE).
El conflicto descabezó las estructuras criminales, con arrestos como el de
Chapo Guzmán, todopoderoso líder del cártel de Sinaloa, extraditado a Estados
Unidos en 2017. Estas se fragmentaron en un todos contra todos. Los Zetas,
cártel de Sinaloa, Jalisco Nueva Generación, etcétera, son nombres trágicamente
populares. Más grupos ampliando sus negocios (drogas, armas, trata, migración
irregular) y pugnando por las plazas. Más muertos. El ejército en las calles. Y
la cifra de víctimas desatada.
La carrera electoral más sangrienta
La violencia también ha estado presente en campaña. Por un
lado, en los discursos de los candidatos. Por otro, con ataques directos contra
políticos y cargos públicos. Esta es la carrera electoral más sangrienta de la
historia de México. En total, según datos de la consultora Etellekt, al menos
133 muertos, entre precandidatos, candidatos y cargos institucionales. Hay que
tomar en cuenta que estas son las elecciones más grandes de la historia de
México, en las que se escoge un 80% de sus puestos institucionales. Hay zonas
en las que resulta muy difícil ejercer algún poder sin el beneplácito del grupo
criminal que la controla y los cargos públicos se ven obligados a enfrentarse a
la disyuntiva “plata o plomo”, popularizada por el narcotraficante colombiano
Pablo Escobar.
Al menos 34 de los detenidos sufrieron torturas a manos de
la policía
Si resulta difícil explicar cómo se ha llegado a esta
situación, más complejo es plantear cómo salir de ella. Todas las encuestas dan
por ganador a Andrés Manuel López Obrador, líder de Morena. En un primer
momento, puso sobre la mesa una idea de amnistía que no fue bien explicada,
como reconoce Aníbal García, del Centro Estratégico Latinoamericano de
Geopolítica (Celag). En su intervención en el cierre de campaña, celebrado el
miércoles en el Estadio Azteca, el previsiblemente futuro jefe de Gobierno
habló de combatir el crimen respetando los derechos humanos y de establecer un
plan contando con diversos actores: policías, grupos de defensa de DDHH, ONU.
En caso de ganar el domingo tiene cinco meses hasta que asuma el puesto para
definir su propuesta. Su explicación, sin embargo, trata de ir más allá del
militarismo. Considera que el origen de la violencia está en la desigualdad y
la pobreza y fía todo a la lucha contra la corrupción como receta para
pacificar el país. Como ejemplo, su lema “becarios sí, sicarios no”, para
promover becas a estudiantes y alejarles de las redes criminales.
“Quien llegue al gobierno se va a encontrar un país hecho
pedazos. La gente ha normalizado la violencia. No te voltea ver a una madre a
la que le han desaparecido un hijo porque son tantas que solo te impacta si te
ocurre a ti directamente”, dice Ixchel Cisneros.
Para Omar García la llegada de López Obrador puede ser una
esperanza, al menos para los sobrevivientes de Ayotzinapa y las familias de las
víctimas. Recuerda que el líder de Morena se ha comprometido a promover la
investigación. Y pone en valor la reciente sentencia del Primer Tribunal
Colegiado del Decimonoveno Circuito, con sede Ciudad Reynosa, Tamaulipas, que
obliga a repetir las pesquisas ante las graves irregularidades detectadas. Al
menos 34 de los detenidos sufrieron torturas a manos de la policía.
Existe un ambiente contradictorio en México. Por un lado,
desazón ante un Estado incapaz de frenar la sangría. Por otro, esperanza por la
previsible llegada al poder de un líder, López Obrador, que promete un
“cambio”. Frenar la matanza será una de sus primeras tareas.