Si vos también
hiciste arcaditas cuando viste el título de la última nota de Vargas Llosa en
el pasquín español El País, no te sientas culpable: somos varios. Al respecto,
reproducimos un artículo de Nahiasanzo para el sitio web Slaviangrad.es
publicado hace un par de días:
Título: La
Ucrania de Vargas Llosa
Texto: Es
comprensible que los intelectuales comprometidos con el actual proyecto de
Unión Europea sientan predilección por la Ucrania moderna. La apuesta de una
parte importante de la sociedad ucraniana por la vía europea alienta y anima a
los impulsores de una Unión en la que escasea el entusiasmo. El último en
tratar de recordárnoslo es Mario Vargas Llosa (Ucrania: la pasión europea, El
País, 30 de noviembre de 2014).
Nuestros
publicistas necesitan renovar la pasión pro-europea en un momento en el que la
falta de solidaridad en el continente ha hecho aumentar el desapego en países
que, hasta hace poco, destacaban por su compromiso europeísta. Por esa razón,
Vargas Llosa necesita subrayar que, ante la amenaza de la Rusia de Putin,
Europa se presenta como “la única garantía de supervivencia de la soberanía y
la libertad que conquistaron con la gesta del Maidán”.
Puede que así
sea, pero no se puede obviar un significativo matiz. Como con anterioridad la
Georgia de Saakashvili, el nuevo régimen ucraniano cree más bien en la OTAN. Y
es a Estados Unidos a quien el Presidente Poroshenko dirige su plegaria para
obtener la ayuda militar letal con las que confía para acabar con los rebeldes
del Este.
El discurso
europeísta es limitado, además, en algunas de las principales vanguardias de la
revolución ucraniana, ya se trate del Pravy Sektor, de la Asamblea Social
Nacionalista o de algunos de los grupos ligados a Svoboda, como el C14/Sich.
Puede que estos grupos de extrema derecha lleguen a ser irrelevantes en el
futuro pero, por ahora, conforman la parte fundamental de los batallones
territoriales que luchan en el Este. La revolución nacionalista, que algunos
amenazan con llevar a Kiev cuando terminen los combates en el frente oriental,
poco tiene que ver el modelo liberal-demócrata en el que se fundamenta la Unión
Europea.
Vargas Llosa
parece participar de la opinión que señala a Ucrania como uno de los objetivos
principales del temido proyecto de reconstitución del imperio post-soviético
por parte de Putin, a la que podrían seguir los países Bálticos u otros Estados
del este europeo como Polonia. Y es a esta parte de su artículo a la que
conviene prestar mayor atención.
De partida, todo
demócrata debería aceptar que cualquier Estado soberano pueda pensar en
construir las alianzas políticas y militares que considere oportunas, alianzas
que siempre tendrán la tentación de intervenir en la evolución de las
relaciones internacionales. ¿Y no es precisamente a eso a lo que se orienta
nuestra actuación en el mundo a través de la OTAN y de la Unión Europea?
Pero ahí no
radica el debate principal. La cuestión es más bien analizar por qué una
sociedad cohesionada, constituida en torno a valores compartidos por su
población y respetuosa tanto de los derechos humanos como de los principios del
derecho internacional, necesitaría en el mundo del siglo XXI de un paraguas
exterior para defender su libertad. ¿No será, más bien, que ese paraguas
exterior es necesario para fines bastante menos nobles? Por ejemplo, para
legitimar y consolidar sobre el terreno acciones deshonrosas en materia de
derechos humanos, como la expulsión de ciertas minorías (como en algunos
pueblos y ciudades de Kosovo y de la Krajina croata) o en la marginación
política de otras (como sucede con la población rusa de los países Bálticos).
La actual política contra el Donbass ucraniano se presenta, en realidad, como
una más de estas acciones deshonrosas para las que se busca el paraguas de la
legitimación europea.
Puede que algunas
actuaciones rusas sean discutibles en el marco del derecho internacional.
Crimea, Abjasia y Osetia son ejemplos de ello. Pero lo sucedido con la secesión
o reconocimiento de estos territorios es ante todo la expresión del fracaso de
los estados a los que pertenecían en garantizar una integración política
consentida. Como muchos de los ciudadanos de Georgia reconocen, el origen de
los problemas con esos territorios no está en Rusia sino en la política de los
nacionalistas georgianos. Lo mismo sucede con Crimea y las regiones del Este de
Ucrania, con una idea de la nación que no encaja con el modelo nacional, en
gran medida inspirado en la ideología banderista, que tratan de imponer los
líderes post-Maidan. La falta de futuro para la nación rusa en Ucrania, con su
lengua marginada, sus símbolos derribados, y sus militantes perseguidos o
asesinados (no solo en Odessa, los episodios de acoso a activistas y disidentes
son continuos, el más reciente el ataque con cocteles Molotov a una sede del
Partido Comunista, que los mismos agresores se encargaron de publicitar en
YouTube), explica mucho más los sucesos de Crimea y del Donbass que la presión
de Rusia sobre los gobiernos ucranianos.
No fue además, en
territorios como Abjasia, Osetia o Crimea donde se empezó a vulnerar el moderno
derecho internacional en su tratamiento de las minorías políticas y de la
autodeterminación. Fue en Kosovo donde la OTAN, Estados Unidos y la Unión
Europea pusieron las bases para legitimar una intervención extranjera orientada
a imponer la independencia de una minoría insatisfecha con su estatus político
en un Estado dominado por otro grupo nacional. A diferencia de lo ocurrido en
Abjasia, Osetia o Crimea, además, el resultado de la intervención occidental en
Kosovo fue extranjerizar en su propio país a uno de los pueblos que siempre
había tenido presencia en el territorio, en este caso el pueblo serbio.
Vargas Llosa
menciona la movilización ciudadana que apoya y a veces suple al Estado precario
para hacer frente al gigantesco éxodo causado por la guerra en Ucrania. Pero se
trata de una movilización selectiva que no se orienta en exclusiva a apoyar a
la población civil. También se dirige, y quizás con aún mayor intensidad, a
apoyar a quienes luchan contra los llamados Moscovitas, terroristas o
separatistas, entre ellos los batallones de ultraderechistas que lideran la
acción en el terreno, con el Batallón Azov a la cabeza.
El escritor
hispano-peruano cita a un Poroshenko que afirma que Ucrania está unida, con un
80% de su país dispuesto a pelear. Si se pregunta ¿contra quién?, su respuesta
hará claramente referencia a la invasión rusa. La realidad, sin embargo, es que
no hay obús, bomba o mísil que se dispare contra las tierras de Crimea ni
contra territorio de la Ucrania anterior a Maidán. El bombardeo sólo llega a
las tierras del Donbass, casi siempre de forma indiscriminada. Como lo hacen
las otras bombas que suponen los cierres de bancos y de servicios públicos.
El propio Vargas
Llosa habla de las migraciones forzadas a las que dan lugar todas estas
acciones indiscriminadas que sólo sufre una de las partes. No las viven ni los
habitantes de la Ucrania que controla Poroshenko ni los de Crimea. Sólo son los
ciudadanos de las regiones de Lugansk y Donetsk los sufren las consecuencias de
la voluntad de pelear a la que alude el Presidente Poroshenko.
En el ocaso de la
dictadura franquista en España, un aun joven Bernard Henry Levy apelaba a
ajustar cuentas con el verdadero enemigo, el estalinismo del Gulag que él veía
todavía entonces encarnado en el comunista Santiago Carrillo. Como él, Vargas
Llosa no puede dejar de recordar a Stalin para vincular simbólicamente la lucha
de la actual sociedad ucraniana con las imágenes de resistencia y heroísmo
tranquilo contra los demonios nuevos y antiguos del imperio, antes soviético,
llamado a seguir representando el mal en Europa.
Nadie debería
negar al Otro el derecho a luchar contra el sufrimiento y la opresión y a
formar parte del ejercicio constituyente en que se basa toda nación, tampoco a
los nacionalistas ucranianos. Pero esa básica verdad es precisamente lo que
siempre olvidan intelectuales como Vargas Llosa o Bernard Henry Levy. Los que
disienten en Europa, o en la actual Ucrania, tienen el mismo derecho que sus
adversarios a oponerse al sufrimiento y a la opresión, a resistir contra las
fuerzas que les impiden participar en el proceso de conformación de las
naciones y las sociedades del futuro.
En la España del
posfranquismo, al apelar al Gulag soviético, Bernard Henry Levy pretendía negar
a una parte de quienes habían luchado contra el franquismo el derecho a hablar
de la opresión y del sufrimiento pasado. En la nueva Europa del siglo XXI, el
mismo tipo de fantasma sirve para ocultar y negar todo sufrimiento ajeno al
oficial. La izquierda española no debe dejarse engañar por la Pasión europea de
Ucrania a la que se refiere Vargas Llosa. Las personas que hoy realmente sufren
la guerra viven en Donbass y es a ellas a las que tiene que apoyar.
No importa en
realidad lo que estas personas decidan hacer con su futuro; lo verdaderamente
importante es afirmar que tienen el mismo derecho a decidir ese futuro que los
ciudadanos de Maidan cuyo heroísmo glosa en su artículo Mario Vargas Llosa. Porque,
como éstos, los habitantes del Donbass también tienen derecho a la libertad y a
decidir cuál tiene que ser su futuro, aunque este no sea del gusto del Gobierno
ucraniano, la Unión Europea o la OTAN.
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