El Dr. Raúl Zaffaroni es uno de los
jueces de la Corte Suprema de Justicia de la República Argentina. Pasará a la Historia bajo el nombre de "Raúl el Bueno". Su sola presencia en el máximo tribunal de la justicia argentina constituye una evidencia palpable de la vocación de cambio del kirchnerismo (que lo propusiera a ese cargo) en la política nacional y regional. Transcribimos
parte de una conferencia que dictara ayer en la feria del Libro de Guadalajara,
México. El extracto fue publicado hoy por Página/12 bajo el título: “Una Tercera Guerra Mundial no declarada”.
Acá va:
Título: Los
derechos humanos como programa y realidad
Texto: A quienes
en razón del multiculturalismo de nuestra región niegan la existencia del
concepto de América latina, reduciéndolo a una denominación despectiva
atribuida a los franceses, cabe responderles que América latina es mucho más
que un concepto: es una realidad unitaria y perfectamente reconocible, como
producto complejo de casi todas las atrocidades cometidas por el colonialismo
en el planeta.
Desde el siglo XV
los europeos ocuparon policialmente nuestro continente con parte de su
población marginada, que trajo las infecciones que en pocos años mataron a la
mayor parte de los habitantes originarios. A los sobrevivientes los redujeron a
servidumbre.
A poco de andar,
para reemplazar a la población eliminada, cometieron el atroz crimen de
desplazamiento masivo de africanos esclavizados. En lo sucesivo, el mestizaje
de colonizadores con originarios y africanos fue objeto de desprecio. Cuando se
prohibió el tráfico negrero, algunos asiáticos fueron también esclavizados por
el Pacífico.
Desde las últimas
décadas del siglo XIX se produjo un masivo desplazamiento de población desde
los países europeos atrasados en el proceso de acumulación originaria hacia el
sur de nuestra región. Los perseguidos y hambrientos de las dos guerras
mundiales llegaron con posterioridad. (...). No hay un hombre cósmico en
nuestra Patria Grande, pero hay un ser humano latinoamericano cuya dignidad de
persona ha sido negada planetariamente por el colonialismo y que se abre paso
lentamente contra éste. (...).
Desde los años
setenta del siglo pasado, con la crisis del petróleo, la política colonialista
cambió en los propios centros de poder, con inevitables consecuencias
periféricas. Se abandonaron las ideas de sociedades incluyentes, de Estado de
Bienestar y de economía keynesiana, pasando al fundamentalismo de mercado, o
sea, a una ideología que otorga amplia libertad de acción al capital financiero
e impone necesarios modelos de sociedades excluyentes. (...).
En esta fase
superior del colonialismo no se ocupan territorios policialmente, como en el
colonialismo originario, derrotado por los libertadores; tampoco se acude a
oligarquías vernáculas que mantengan a la población en servidumbre, como las
que los pueblos desplazaron hace un siglo; tampoco se psicotiza a las fuerzas
armadas para que ocupen los territorios por cuya soberanía debían velar, porque
ya no son confiables y provocan alta resistencia popular. (...).
En la periferia,
en esta fase superior del colonialismo, se opera tratando de imponer
gobernantes que cuiden los intereses del capital financiero transnacional o
procurando destituir a quienes le opongan resistencia o descalificar a los
políticos que los denuncian.
Para eso se vale
de la opinión pública, convenientemente configurada por los medios masivos de
comunicación monopolizados (en particular la televisión, en manos de conglomerados
que forman parte del mismo capital transnacionalizado), de los políticos
inescrupulosos o tontos útiles, de sus lobbistas (o corruptores
especializados), como también de los técnicos políticamente asépticos,
esterilizados en los autoclaves de sus think tanks centrales.
Deber ser
Los derechos
humanos plasmados en tratados, convenciones y constituciones son un programa,
un deber ser que debe llegar a ser, pero que no es o, al menos, no es del todo.
Por tal razón, no faltan quienes minimicen su importancia, incurriendo en el
error de desconocer su naturaleza. Estos instrumentos normativos no hacen –ni
pueden hacer– más que señalar el objetivo que debe alcanzarse en el plano del
ser. Su función es claramente heurística.
Quien los
desprecia cae en una trampa ideológica: la repetida frase de Marx acerca del
derecho, cuando se la toma como una inevitable realidad, sólo deja a los
excluidos el camino de la violencia, donde siempre pierden, aunque triunfen. Lo
que es verdad es que el actual poder financiero –como todo el hegemónico en
todos los tiempos– quiere reducir el derecho a una herramienta de dominación a
su servicio. Sin embargo, estos instrumentos son un obstáculo, porque de ellos
pueden valerse –y de hecho se valen– los pueblos y los propios disidentes de
las clases incluidas para hacer del derecho un instrumento de los excluidos. La
lucha en el campo jurídico actual se entabla entre el poder hegemónico, que
quiere hacer realidad la frase de Marx e impedir cualquier redistribución de la
renta, y quienes pretendemos usar al derecho como herramienta de redistribución
de renta.
Pero estos
instrumentos no fueron graciosas concesiones ni producto de una maduración
reflexiva y racional de pueblos y gobiernos, sino que los impulsó el miedo.
Ante las atrocidades de estados asesinos, que cometieron homicidios alevosos
masivos, el espanto hizo que se sancionaran estas leyes nacionales e
internacionales. La racionalidad que propugnan esos objetivos, digamos la
verdad sin avergonzarnos como humanos, no fue impulsada por la razón, sino por
el espanto.
Y tampoco los
impulsó el miedo ante cualquier homicidio alevoso masivo: no lo produjeron las
víctimas armenias, los hereros extinguidos por los alemanes, los haitianos
masacrados por Trujillo en la frontera ni los congoleños esclavizados y
diezmados por Leopoldo II de Bélgica, sino que fue el pánico provocado en el
propio territorio hegemónico el que decidió a los poderosos a señalar el
objetivo humano a alcanzar. El colonialismo entró en pánico sólo cuando vio que
las víctimas de esas atrocidades eran otros humanos con pareja deficiencia de
melanina.
Pero ni siquiera
así los nuevos poderes hegemónicos mundiales suscribieron por completo todos
esos objetivos y se resisten hasta el día de hoy a hacerlo. A regañadientes
definieron mezquinamente el genocidio, cuidando de que su recortada definición
no abarcase sus propios genocidios, y firmaron una Declaración Universal que en
su origen sólo tuvo el valor de una manifestación de buena voluntad
internacional.
Estos objetivos
están lejos de alcanzarse en nuestra Patria Grande, donde sigue jugando la
pugna entre el modelo de Estado que pretende configurar una sociedad que
incluya, frente a otro que quiere solidificar la exclusión. La polarización que
vivimos tiene lugar entre un modelo de sociedad incluyente y otro excluyente y,
en otro plano, entre independencia y dependencia.
En su fase
superior el colonialismo sigue del lado de la dependencia, cuya condición
necesaria es la sociedad excluyente, que implica el desconocimiento de la
condición de persona del ser humano latinoamericano. (...) No le importó al
colonialismo la casi extinción de los originarios, la esclavización de los
africanos transportados y de sus descendientes, la marginación de los criollos y
mestizos, la reducción a servidumbre de pueblos enteros; no ahorró violencia,
vilezas ni genocidios con tal de contener las pulsiones incorporativas; en su
haber cuenta nuestra Patria Grande con muchos millones de víctimas de
violencia, enfermedad, hambre, miseria y toda clase de carencias elementales.
(...). Hasta hoy el ser humano latinoamericano se debate dificultosamente en
pos del reconocimiento de su dignidad de persona. Buena parte de la población
de nuestra Patria Grande se halla lejos de haber alcanzado ese objetivo.
Favelas, pueblos jóvenes, villas miseria o como quiera llamarse a nuestros
slums, alojan a millones de personas que no son jurídicamente reconocidas como
tales. (...)
No es hoy la
acción directa del poder represivo estatal la que comete la mayor parte de los
homicidios masivos, pese a su muy considerable grado de letalidad (escuadrones
de la muerte, desapariciones forzadas, ejecuciones sin proceso, gatillo fácil,
colusión con grupos criminales violentos, torturas), todo lo cual hace que en
ocasiones se identifique y confunda la acción estatal con la criminal.
La modalidad del
control colonial actual varía en la región según las diferentes circunstancias
geopolíticas, pero en toda la Patria Grande tiene como objetivo común el montaje
de un violentísimo aparato estatal represivo de control punitivo masivo de la
población excluida.
El poder
financiero transnacional no se equivoca en sus objetivos:
a) En el centro
norteamericano, desde fines de los años setenta del siglo pasado, se abandonó
el New Deal y el Welfare State y se montó un aparato represivo monstruoso, que
tiene por objeto controlar a su población de negros y latinos y frenar la
inmigración del sur que intenta desplazarse impulsada por la necesidad. En esta
línea, el Estado norteamericano se ha convertido en el campeón mundial de la
prisionización, pasando a la tradicional Rusia. Desde 1989 más de la mitad de
su enorme población penal está compuesta por afroamericanos.
b) En Europa, los
parientes pobres incorporados a la Unión sufren medidas económicas de ajuste
que produjeron el desempleo de la faja etaria menor de veinticinco años. Su
aparato represivo crece lentamente, pero aún centrando su atención sobre los
inmigrantes, que están sobrerrepresentados en sus poblaciones penales. El Papa
ha señalado el riesgo de convertir al Mediterráneo en un cementerio. Esas
palabras tienen un sentido profundo: el Mediterráneo es la cuna de la
civilización europea, vergonzosamente convertido hoy en la tumba de muchos
miles de prófugos del hambre y de la violencia colonialista. Quizá rememora el
genocidio de Cartago. Tal vez sea el desierto de Arizona europeo, o quizás el
nuevo muro. Aún el aparato represivo europeo no ha desplazado su acción contra
los jóvenes desocupados, pero lo hará en cuanto su protesta deje de ser
pintoresca y comience a ser disfuncional para el poder financiero.
c) En Sudamérica
el poder transnacional procura contener y desbaratar cualquier tendencia hacia
una mejor redistribución de la renta, para lo cual le es funcional la alta
violencia homicida en nuestras zonas de vivienda precaria, como también la
letalidad del accionar policial, que tiene lugar con clara tendencia selectiva
clasista y racista. No son extraños a esta funcionalidad los esfuerzos por desbaratar
cualquier tentativa más o menos seria de pacificación, como la que se intenta
en estos días en Colombia.
d) La situación
geopolítica –en particular respecto de la producción y distribución de cocaína–
hace que el Cono Sur de Sudamérica (Uruguay, Argentina, Chile) de momento
registre niveles relativamente bajos de violencia. No obstante, el poder
financiero trata de crear mediáticamente una realidad mucho más violenta que la
letalidad registrada, con el mismo objetivo que en el resto de la región: montar
un aparato represivo violento y gigante para controlar a sus excluidos. Para
eso se vale del monopolio televisivo, de sus comunicadores, personeros,
traidores y mercenarios.
Letargo
televisivo
Es cada vez más
urgente despertar del letargo televisivo. El panorama de letalidad violenta de
nuestra región representa un verdadero genocidio por goteo. De los 23 países
que en el mundo superan el índice anual de homicidios de 20 por cada 100.000
habitantes, 18 se hallan en América latina y el Caribe y 5 en Africa.
Son varias las
investigaciones locales que muestran que esas tasas se concentran en nuestros
barrios y asentamientos precarios, como también que los homicidios allí
cometidos son los que presentan los porcentajes más altos de no esclarecimiento
e impunidad.
Esto corresponde
a la modalidad de control de la exclusión propia de esta fase avanzada del
colonialismo. Es el efecto que sobre nuestra región tiene la Tercera Guerra
Mundial no declarada.
Lejos de cierto
pensamiento progresista que teme a métodos de control violento de siglos
pasados, la verdad es que nuestros barrios precarios ya no son
predominantemente controlados con tanques y policías y menos aún con los
cosacos del Zar. Por el contrario, hoy se fomentan las contradicciones entre
los propios excluidos y entre éstos y las fajas recién incorporadas. Las cifras
disponibles muestran que los criminalizados, los victimizados y los policizados
se seleccionan de las mismas capas sociales carenciadas o de las más bajas
incorporadas.
El fomento de la
conflictividad entre los más pobres potencia una violencia letal que ahorra la
mayor parte de la tarea genocida a las agencias estatales, al tiempo que
obstaculiza la concientización, la coalición y el protagonismo político
coherente y organizado de los excluidos.
La altísima
violencia que permite este genocidio por goteo, al igual que la diferencia con
el Cono Sur, no podrían explicarse sin la incidencia de la economía creada por
la prohibición de la cocaína. La demanda de este tóxico no sólo es rígida, sino
que se fomenta mediante una publicidad paradojal, que asocia su uso a la
transgresión, siempre atractiva a las capas jóvenes. Ante esta demanda
incentivada, la prohibición reduce la oferta y provoca una formidable plusvalía
del servicio de distribución, que se controla mediante las agencias que
persiguen el tráfico y que, por ende, se convierten en entes reguladores del
precio. (...)
El tóxico se
produce en nuestra región y en ella queda alrededor del 40 por ciento de la
renta total, en tanto que la mayor parte la produce la plusvalía del servicio
de distribución interno de los Estados Unidos. La competencia por alcanzar el
mercado mayor de consumo, o sea, por la exportación a los Estados Unidos, se
produce en América latina, con altísimo nivel de violencia competitiva, que se
incentiva con armas importadas desde el país demandante, donde además se
retiene el monopolio del servicio de reciclaje del dinero de la totalidad de la
renta. (...) La guerra a la droga que, como era previsible, estaba perdida
desde el comienzo, se ha convertido en la mayor fuente de letalidad violenta de
la región. Ha causado cientos de miles de muertes de jóvenes en pocos años,
cuando se hubiesen necesitado siglos para provocar un número cercano por efecto
del abuso del tóxico.
La cocaína no
mata tanto por sobredosis, sino que lo hace su prohibición por concentración de
plomo. Esta política suicida y absurda desde el punto de vista penal y de salud
sólo es coherente como instrumento colonialista para corromper a las
instituciones policiales, infiltrarse en la política y en algunos países para
desprestigiar a las fuerzas armadas y debilitar la defensa nacional. (...)
Ocultar la
realidad
En nuestra
región, los medios de comunicación masivos, en especial la televisión, se
hallan concentrados en grandes monopolios que están inextricablemente
vinculados en red con los intereses del poder transnacional. Lógicamente, sus
mensajes son perfectamente funcionales al modelo de sociedad excluyente que
éstos fomentan. En consecuencia, juegan un papel central en el genocidio por
goteo que se está cometiendo en la región.
En los países de
alta violencia real, donde el aparato represivo mortífero es funcional a la
letalidad entre excluidos, la televisión concentrada cumple la función de
ocultarla, disimularla, minimizarla o naturalizarla. Por el contrario, en el
Cono Sur, donde es mucho menor la violencia letal, la televisión concentrada
crea una realidad violenta que le permita exigir –mediante reiterados mensajes
vindicativos– el montaje de ese aparato mortífero. (...)
Los recursos de
esta publicidad populachera son ampliamente conocidos, aunque no por ello menos
eficaces: la invención de víctimas-héroes, la reiteración de la noticia roja
sensacionalista, la exhibición de unas víctimas y el meticuloso ocultamiento de
otras, los comunicadores indignados, el desprecio a las más elementales
garantías ciudadanas, el reclamo de un retroceso a la premodernidad penal y
policial, etcétera. En definitiva, se trata de mostrar a las víctimas como
victimarios. (...)
Lo cierto es que
la imagen de la violencia que tiene nuestra sociedad es la que proyecta la
televisión concentrada, sea ocultando o disfrazando la existente o inventando
la que no existe, siempre con el objetivo claro de montar un poder represivo
mortífero y brutal. Pero al mismo tiempo también es cierto que es muy poco o
casi nada lo que se invierte en investigación de campo acerca de la violencia.
Lamentablemente, dado que no es posible prevenir eficazmente lo desconocido,
cabe llegar a la penosa conclusión de que, más allá de las declamaciones, no
hay poder interesado en prevenir seriamente las lesiones masivas al derecho a
la vida en nuestra región.
En Latinoamérica
–como en todo el mundo– los políticos quieren ganar votos y elecciones. Por
ende, les resulta muy difícil enfrentarse con la televisión monopolizada. El
poder financiero transnacional lo sabe y lo explota, pues se trata de una
cuestión clave para sus objetivos hegemónicos. Basta verificar cómo en toda
nuestra región la televisión concentrada emite una constante publicidad
destituyente y descalificante de cualquier movimiento popular que pretenda
redistribuir mínimamente la renta. Cualquier caso de corrupción pasa a ser
vital, pero oculta cuidadosamente la administración fraudulenta de quienes
contraen deudas imposibles de pagar, entregan soberanía sometiendo al país a
jurisdicciones extranjeras, llevan a cabo políticas de ajuste que terminan en
crisis, desbaratan el potencial industrial o malvenden la propiedad estatal.
Los políticos le
temen a la televisión concentrada, y entre los asustados y los inescrupulosos
sólo parecen ponerse de acuerdo para sancionar leyes penales disparatadas, que
destruyen códigos y legislación razonable, para reemplazarlos por una colección
de respuestas a mensajes televisivos que, en buena medida, promueven una
antipolítica –por cierto que también funcional al poder transnacional–, dado
que cada día es más evidente que responde a una actitud de subestimación de la
inteligencia del pueblo.
Incluso los
políticos que postulan modelos incluyentes de sociedad no pueden sustraerse del
todo al reclamo de un aparato punitivo letal. Les embarga el miedo a la
televisión, se sienten amenazados incluso en lo interno de sus propios partidos
o movimientos, creen que deben dar muestras de orden y, de este modo, entran en
contradicciones inexplicables. (...)
Policías
La función
estructuralmente colonialista originaria de nuestras policías, es decir, la de
ocupación territorial, se ha mantenido invariable a lo largo de los siglos.
La colonización
originaria consistió en la ocupación policial de un territorio extranjero,
creando inmensos campos de concentración. Si bien esta modalidad primitiva se
dejó de lado en las fases posteriores del colonialismo, el modelo de policía de
ocupación territorial se mantiene hasta el presente.
En el siglo XIX
copiamos la Constitución de los Estados Unidos (único modelo republicano a la
sazón disponible), pero no hicimos lo propio con la policía comunitaria
norteamericana y, hasta el presente, nuestras policías conservan sus
estructuras de ocupación territorial militarizada. Las oligarquías
neocolonialistas les concedieron cierta autonomía y luego cundió la modalidad
política de intercambiar con ellas gobernabilidad por concesión de ámbitos de
recaudación autónoma.
Ese camino sucio,
con un Estado rufián, que no pagaba lo justo a sus policías, pero que los
habilitaba a recaudar de lo ilícito, dio algún resultado, hasta que el
estallido de la prohibición de cocaína y los otros tráficos ilícitos
favorecidos por la revolución comunicacional terminaron por poner en crisis a
las instituciones policiales, deteriorar su función y degradar la imagen misma
del Estado y el respeto a la legalidad. (...)
El deterioro que
en el siglo pasado sufrieron nuestras fuerzas armadas, como consecuencia de la
alucinante Doctrina de la Seguridad Nacional, se transfirió a nuestras
instituciones policiales, cuando el poder transnacional decidió pasar del
Estado de seguridad nacional al de seguridad urbana o ciudadana. Pero no
contento con ello, el poder transnacional impulsó a algunos países de la región
a que degradasen a sus fuerzas armadas a funciones policiales internas, con las
consecuencias lamentables que para éstas y para la defensa nacional hoy
verificamos. (...)
Desigualdad
Un dato altamente
significativo es que nuestra región presenta simultáneamente los más altos
índices de homicidios del mundo, pero también los de más alta desigualdad en la
distribución de la renta, medida con el coeficiente de Gini.
Según los datos
comparativos de la ONU, los índices de homicidio tienden a guardar una relación
inversa con el ingreso per cápita, pero también una marcada relación directa
con el coeficiente de Gini, o sea, que la experiencia mundial indica que a
menor ingreso per cápita y a peor distribución, corresponden más homicidios.
De este modo
resulta que el derecho al desarrollo que, como vimos, desde la perspectiva
central es de tercera generación, en el plano de la realidad se conecta
íntimamente con el primero de los derechos humanos, que desde la misma
perspectiva sería de primera generación. El respeto a la vida depende, por
ende, de la inclusión social, de la movilidad vertical, de la distribución mínimamente
equitativa de la renta. Con razón los teóricos más modernos de los derechos
humanos parecen haber archivado su clasificación en generaciones, para sostener
hoy la conglobación de todos ellos. (...) No es la simple pobreza la que se
refleja automáticamente en la violencia letal, sino la falta de proyecto, es
decir, la frustración existencial que provoca la sociedad excluyente. (...)
Más allá del
ocultamiento televisivo de la violencia letal o de su exageración mediática, de
la confusión que esto siembra en el público y en las clases políticas, de la
constante instigación a la venganza y al montaje de un aparato represivo
mortífero, del oportunismo o del amedrentamiento o ignorancia de políticos y
jueces, el ser humano latinoamericano sigue batiéndose y abriéndose paso por su
derecho a ser considerado y tratado como persona.
El jurista
latinoamericano se halla ante el ineludible deber jurídico y ético de repensar
teóricamente el derecho en nuestra región, teniendo como objetivo primario una
tutela real y eficaz del primero de todos los derechos: el derecho a la vida,
lesionado en forma permanente por el genocidio por goteo que provoca la actual
fase superior del colonialismo en nuestra Patria Grande.
Si bien abundan
las Malinches de ambos géneros, nuestro ser humano latinoamericano no deja de
reclamar el reconocimiento de su dignidad de persona, aunque sigue sufriendo en
sus pies el dolor de Cuauhtémoc.
Qué decepción flaco fijáte a quien citás... parece que la catadura moral no es un parámetro. Lo importrante es lo que dice. El verso digamos. En fin venías bien.
ResponderEliminarNi te preocupes, Adolfo. Voy bien. Cordiales saludos,
ResponderEliminarAstroboy