La conducta de amplias franjas del electorado blanco que habita en el cinturón industrial de los EEUU (muchos de ellos, despectivamente denominados white trash, o basura blanca) sigue dando que
hablar respecto de las recientes elecciones presidenciales en ese país. La nota
que sigue es de Daniel James y salió publicada en el diario Página/12 de hoy.
James es un historiador nacido en Londres, autor de los textos Resistencia e
integración. El peronismo y la clase trabajadora argentina, 1946-1976 y Doña
María. Historia de vida, memoria e identidad política.
Título: América
se rebela
Texto: Por mucho
que me apene disentir con mi viejo amigo Ariel Dorfman, debo cuestionar su
artículo acerca de las recientes elecciones en los Estados Unidos publicado en
PáginaI12 el 10 de noviembre con el título de “América se revela”. Como grito
de angustia de un partisano comprometido, lo que escribió Ariel es
comprensible. Él mismo dice que está afligido y, como instancia terapéutica
para llegar a un acuerdo con su dolor, su cri de coeur puede tener algún
sentido. Es una respuesta que se ha generalizado desde el 8, cuando Donald
Trump ganó las elecciones.
Ese tipo de
respuestas impulsadas por la emoción buscó desesperadamente explicaciones a lo
aparentemente inexplicable en el racismo de Trump y sus votantes, la xenofobia,
la misoginia, la homofobia y el antisemitismo. Estas “explicaciones” hacen foco
en los pecados de Trump. Pero como explicaciones son parciales, en el mejor de
los casos, y en el peor no son convincentes. Al continuar repitiendo esos
lugares comunes o, a lo sumo, esas medias verdades que sustentan el propio
sentido de rectitud moral, muchos simpatizantes y militantes del Partido
Demócrata caen en el peligro de eludir un compromiso crítico serio, que permita
comprender las fuerzas que llevaron a la victoria de Trump. Me parece que lo
primero que debe hacer el simpatizante de un partido que pierde una elección
tan catastróficamente como lo ha hecho el demócrata, es mirarse en el espejo.
Y, sin embargo, el Partido Demócrata apenas es mencionado por Ariel, que no
habla en absoluto de su candidata escogida.
Durante los
últimos cuarenta años, lo que se conoce en los Estados Unidos como la “América
media” (Middle America), básicamente trabajadores y clase media baja, ha visto
sus salarios estancados y sus empleos degradados o destruidos, sin seguro
médico ni jubilación, especialmente en el sector de servicios. Este proyecto
neoliberal tuvo en su centro el crecimiento exponencial del sector financiero
encarnado en Wall Street. Fue un proyecto bipartidista que aumentó en
intensidad desde los años noventa con la desaparición de la más mínima
regulación de ese sector y el crecimiento de los acuerdos internacionales de
libre comercio. Sus víctimas pueden verse (aunque rara vez son reconocidas por
las elites liberales de los medios) en las comunidades destrozadas y en las esperanzas
amputadas de lo que los estadounidenses llaman “el corazón del país” (the
heartland). Allí la drogadicción es desenfrenada, y la depresión y el
alcoholismo se apoderaron del territorio. Desde 1980, el único grupo
demográfico de la población estadounidense cuya tasa de mortalidad aumentó es
el de la clase trabajadora blanca de más de cuarenta años, concentrado en lo
que despectivamente se llama “flyover country”, el país sobre el que se pasa en
avión. Cada vez más estadounidenses de clase trabajadora coinciden con el gran
comediante George Carlin cuando dijo, sobre el sueño americano del que Ariel
habla con tanta nostalgia: “Se llama sueño americano porque para creer en él
tenés que estar dormido”.
Si bien este ha
sido un proyecto bipartidista, en el último cuarto de siglo quedó asociado cada
vez más con el Partido Demócrata, que ocupó la Casa Blanca durante 16 de los
últimos 24 años. Y es un proyecto personificado en una sola familia: los
Clinton. En muchos sentidos, sus efectos devastadores se han intensificado
desde la crisis de 2008. Después, cuando asumió, Barack Obama simplemente
eligió rescatar a Wall Street y al sector financiero y abandonar a la América
media y pobre. Millones de estos estadounidenses perdieron sus hogares en 2008
y no recibieron ni un centavo de ayuda del gobierno de Obama, mientras que
miles de millones de dólares fueron destinados a rescatar a los bancos. Obama
entregó a los nominados por Wall Street el liderazgo de su equipo económico. El
sector financiero supo cosechar las recompensas: desde 2010, el 97 por ciento
de las ganancias de la economía norteamericana fue al 1 por ciento superior de
la pirámide de ingresos. Mientras que el mercado de valores creció
exponencialmente, la América media apenas se ha recuperado del desplome de
2008.
En estas
elecciones de 2016, el Partido Demócrata y su candidata Hillary Clinton fueron
los favoritos de Wall Street y de las elites estadounidenses. Pat Cadell, uno
de los muy pocos encuestadores que trató de investigar qué estaba pasando más
allá de la burbuja mediática del Beltway (la autopista que circunvala
Washington DC), encontró que el 87 por ciento de su muestra estaba de acuerdo
con la afirmación de que Estados Unidos estaba dirigido por una alianza de
políticos, lobbyistas e intereses monetarios. El 65 por ciento pensaba que las
elites ganarían si Hillary Clinton fuese elegida. La mayoría pensaba que las
élites perderían si ganaba Trump.
En el relato de
Ariel, la victoria de Trump representa la victoria final del lado oscuro de los
Estados Unidos. La derrota definitiva de lo que Lincoln llamó “los mejores
ángeles de nuestra naturaleza”. Esa derrota, sin embargo, no debería llamarnos
la atención. Los signos estaban allí: de la rampante injusticia social y
económica al complejo carcelario-industrial racista, que afecta
desproporcionadamente a las comunidades de color. Del presupuesto militar
monstruosamente inflado, que sostiene el intento de Estados Unidos de mantener
su hegemonía imperial alrededor del globo, a la muerte y destrucción de los
pueblos de lo que solía llamarse el Tercer Mundo, los signos estaban allí.
Trump puede ser un islamofóbico y un anti-inmigrante. Pero hasta ahora no causó
la muerte de varios cientos de miles de musulmanes en todo el mundo como si lo
hicieron Obama y Clinton. Tampoco deportó, todavía, más de dos millones y medio
de inmigrantes como sí lo concretó Obama, causando estragos y sembrando temor
en las comunidades hispanas.
Yo, como Ariel,
he vivido en los Estados Unidos por mucho tiempo. Soy ciudadano estadounidense.
Mi familia estadounidense está compuesta por mi esposa, nuestros hijos y el
extenso clan ítalo-americano que generosamente me abrazó cuando me casé. Son
gente de clase trabajadora. Mi suegro fue un obrero de salario bajo en la
industria textil. Mi suegra una costurera. Sus hijos cumplieron con el sueño
americano atenuado: una casa, un automóvil y un trabajo sindical con previsión
social. Fueron casi siempre votantes del Partido Demócrata. En el transcurso de
los años hemos estado en desacuerdo sobre distintos temas pero siempre
siguieron siendo un baño importante de realidad para mí, que lo miraba todo
desde el confortable y aislado balcón de la academia.
En esta elección,
dos de ellos mantuvieron sus lealtades políticas residuales y a regañadientes
votaron a Clinton. Básicamente porque ella no era Trump. Otro, un demócrata de
larga data, miembro de un sindicato, sí votó por Trump. No es racista. Pasó su
vida trabajando con afroamericanos. Ellos son sus vecinos de barrio. También
dio clases para estudiantes negros en las escuelas públicas de Filadelfia. Votó
por Obama en 2008 pero quedó profundamente decepcionado porque no cumplió con
su promesa de cambiar el país.
¿Dónde encaja mi
cuñado en la narrativa de mi viejo amigo Ariel? Aparentemente, si aceptamos lo
que Ariel dice, mi cuñado estaría ahora más allá de la frontera de la decencia.
Pertenecería al lado oscuro de la naturaleza estadounidense. Hillary Clinton
despectivamente llamó a los votantes de Trump “una canasta de deplorables” y Ariel
reitera ese anatema, condenándolos con palabras como “irredimibles”, que toma
directamente de Clinton. El texto de Ariel los excomulga de la sociedad
decente, los expulsa fuera del universo de tolerancia multicultural que
nosotros, como izquierdistas liberales que somos, deseamos construir. Debo
confesar que esas palabras, cuando las escribió él, me impactaron de un modo
que no lo hicieron cuando fueron pronunciadas por Hillary Clinton, con
frondosos antecedentes de desprecio por la gente común. ¿Quién tiene derecho a
condenar a alguien como “irredimible”? Más concretamente, ¿qué estrategia de
izquierda progresista puede concebirse o imaginarse, una vez que se condena a
60 millones de personas a la perdición? ¿Incluimos también a sus hijos en esta
categoría, en cuyo caso tendríamos que
dar por perdido a un número todavía más grande de nuestra gente? Los anatemas
funcionan distinguiendo condenados de salvados, necios de virtuosos. Entonces,
como mi suegro Gino, yo preguntaría: ¿quién nos hizo Papa? Si insistimos
simplemente en reafirmar nuestra propia virtud, ¿podemos seguir aspirando a una
mirada crítica y dura de las fuerzas que nos llevaron a esta coyuntura
desastrosa?
Nada de esto es
romantizar a los estadounidenses de clase trabajadora y de clase media baja que
votaron por Trump. ¿Hay un elemento importante de racismo, intolerancia y
xenofobia en el resultado de las elecciones de la semana pasada? Por supuesto:
esos elementos son tan de los Estados Unidos como el pastel de manzanas. Y
florecerán especialmente en épocas de crisis económica y social y de guerras
extranjeras, mientras la gente busque chivos expiatorios. Es imposible hablar
de raza y clase por separado en los Estados Unidos o en cualquier otro lugar.
¿Pero debemos creer que hay 60 millones de racistas y proto-fascistas?
¿Entonces por qué muchos de ellos votaron dos veces a Obama?
Ahora deben
plantearse preguntas cruciales: ¿sigue siendo el Partido Demócrata un vehículo
viable para aquellos que persiguen una justicia social, económica y racial en
los Estados Unidos? Si es así, ¿qué cambios debe realizar para alcanzar ese
potencial? ¿Cuál sería el programa de un Partido Demócrata así reinventado?
¿Tendría la forma de una versión ampliada del movimiento de Bernie Sanders? Si
no, ¿cuál es la alternativa? ¿Un tercer partido? Dado el duopolio
antidemocrático que domina el sistema político de los Estados Unidos y su
anticuada naturaleza no democrática, ¿cómo podría ser eficaz? En el corto
plazo, ¿cómo se puede organizar la resistencia a Trump y cómo podemos evitar
canalizar esa resistencia hacia otro demócrata del establishment en 2020? Éstas
son cuestiones urgentes, particularmente en vista del probable impacto que la
desilusión con Trump pueda tener en sus votantes si no logra concretar sus
promesas de campaña. Ocupar el estrado moral y esperar que el electorado entre
en razones y vote por otro demócrata
“civilizado” de la elite política, sería una estrategia desastrosa tanto si se
fracasara como si se triunfara.
En lugar de
concluir con las sabias palabras de un afroamericano que reafirma que, a pesar
de todo, debemos ser pacientes porque Estados Unidos es un gran país,
preferiría invocar las palabras de un judío perteneciente a una familia de
portugueses exiliados en Holanda, Baruch Spinoza: “No llorar, no indignarse. Comprender”.
Ya no da ni para el debate. Desde el punto de vista sociológico y sociopólítico Trump refleja a todo eso que quiso tapar el establishment, incluso dentro de los 2 partidos.
ResponderEliminarA lo sumo, lo que hay que interrogarse, porqué ese USA profundo no consiguió un vocero para manifestar sus aspiraciones mejor que Trump. ¿Quizás el candidato boicoteado por Hillary y x el Partido Demócrata hubiera sido mejor que Trump en hacer visible a ese Estados Unidos?
Mi impresión personal es que un sector importante del electorado tradicionalmente demócrata está simplemente harto de las promesas incumplidas del partido. Hillary sacó diez millones de votos menos que Obama en 2012.
ResponderEliminarCordiales saludos,
Astroboy