Via el blog El
Pájaro Rojo, de Juan José Salinas, llegamos a esta interesante nota de Claudio
Zulian sobre la inestabilidad intrínseca a los modelos neoliberales. Zulian es
Doctor en Estética, Ciencia y Tecnología de las Artes por la Universidad de
París y reside en Barcelona. Los subrayados son nuestros:
Título:
Descomposición del neoliberalismo
Texto: “La
sociedad no existe” dijo Margaret Thatcher a modo de resumen de un credo
neoliberal que empezaba a manifestarse con poder y sin embozo. No era sólo un
análisis, era también un proyecto: había que barrer todo aquello que pudiera
sustentar una “sociedad” – del latín “socius”: compañero, aliado -, en aras de
un individualismo radical que supuestamente habría liberado toda las energías y
las capacidades de la gente. Como tal proyecto no era nuevo: se trataba más
bien de la adaptación de las ideas liberales clásicas, al contexto social,
político y tecnológico actual. Cuarenta años después, las políticas
neoliberales han efectivamente cuarteado la “sociedad”, arruinando bienes comunes
–cuya capacidad de aglutinación social no es fruto sólo de las necesidades que
cubren, sino también del sentimiento de pertenencia a lo común que generan (por
la contribución de todos a su creación y a su sustento). Han mermado así la
sanidad, el paro y las ayudas a los más pobres, entre otros. En cuanto a la
enseñanza pública, la razón de su intento de desmantelamiento ha sido doble:
por ser un bien común y por ser el lugar donde se transmiten aquellas
enseñanzas humanísticas que han constituido, hasta ahora, la base de la cultura
ciudadana: reflexión y sentido crítico.
El neoliberalismo
no habría podido aplicar sus políticas con tanto éxito, si estas no
correspondieran de manera precisa a una forma de vida que ya había ido
transformando la sociedad: el consumismo.
El individuo
consumista y el neoliberal son el mismo individuo: hedonista y calculador,
sabe, en teoría, escoger racionalmente lo que en cada momento le conviene. Sólo
él existe de verdad, no la sociedad – que no es más que la suma de todas las
decisiones individuales. Con sus cálculos, este individuo haría el bien para sí
mismo y, por eso mismo, para todos. Desde un punto de vista filosófico y
científico, se trata, obviamente, de una abstracción y, en cuanto a la
política, de una utopía. Incluso Hayek –
una de las referencias más importantes del neoliberalismo -, consciente de que
un conjunto de individuos estrictamente egoístas y calculadores no sólo no
existe en la realidad, sino que además, no podrían hallar una forma de
gobierno –de hecho, el liberalismo
clásico tiene versiones anarquistas– propuso algunos guardarrailes para su
propia teoría: “prefiero un dictador liberal a un gobierno democrático que no
sea liberal”. Por si cabían dudas, lo dijo, además, refiriéndose a Pinochet.
De hecho, el
neoliberalismo ha mostrado siempre estas dos caras: por una parte, el fomento
de la libertad del mercado, entendida como máxima expresión de la libertad
humana y del progreso; por otra, el despliegue de políticas autoritarias,
incluso limitadoras de la libertad de expresión, para imponer tal libertad de
mercado. Por esta razón, los gobiernos neoliberales han sido siempre
conservadores en lo social y en lo político. La contradicción de un discurso
económicamente liberal y socialmente autoritario es, en parte, fruto de la raíz decimonónica del
pensamiento (neo)liberal: como otras utopías del siglo XIX y XX, al identificar
una idea política con la verdad – del espíritu o de la historia -, ha tendido a
imponer su orden de manera coercitiva – para proteger al pueblo de sus propios
“errores”. En este sentido, el neoliberalismo ha sido la última de las utopías
de la modernidad de la que nos hemos tenido que hacer cargo. Mal que les pese a
Hayek y sus sucesores, su modo de pensar revela su pertenencia a la misma
cultura del comunismo y del socialismo “real” al que con tanto ahínco se
opusieron. Y hasta podría parecer una síntesis legítima que China, con su
gobierno autoritario, antes comunista, y
su política de desarrollo capitalista a ultranza, pueda ser ahora el país más
próximo a la utopía neoliberal.
Nuestro problema,
sin embargo, no es la imposición de un orden neoliberal, sino los efectos de su
descomposición.
Las quiebras de
2008 rasgaron el velo que cubría las disfuncionalidades y las contradicciones
de unos discursos y unas políticas que, como toda utopía, habían prometido una
libertad y un bienestar que, cuatro decenios después, sólo pertenecía a unos
pocos mientras el desorden y el malestar se extendían para el resto. La crisis
de 2008 mostró además de manera meridiana que se trataba de un discurso
instrumental de grupos que luchaban por la hegemonía económica y social: las
élites de la banca y la industria abandonaron súbitamente todos los discursos
neoliberales y pidieron a gritos la intervención estatal – el pecado más grave
según la vulgata neoliberal – para socializar las pérdidas de las empresas y
bancos afectados. La supuesta libertad de mercado reveló su carácter de
coartada para el expolio y la rapiña cometidos al amparo de la “globalización”.
El discurso neoliberal se empezó a cuartear,
para ser finalmente abandonado y criticado por los mismos grupos que lo habían
defendido – y que ahora consideraban que ya no servía sus intereses. El giro de
los conservadores británicos – ¡el partido de Margaret Thatcher! -, ha sido
espectacular en este sentido: del neoliberalismo globalizador al proteccionismo
nacionalista. Un giro que ha encontrado en el autoritarismo conservador
consustancial al neoliberalismo el puente por el que han transitado sin
demasiado esfuerzo las élites neoliberales. La práctica de políticas
autoritarias ha dejado, además, un conocimiento de cómo forzar y debilitar las
instituciones democráticas. Ahora, cínicamente, la debilidad de esas
instituciones es esgrimida para justificar otro autoritarismo que,
supuestamente, quiere remediar los
desastres del neoliberalismo.
Aunque ahora se
abandonen, las políticas neoliberales han afectado profundamente todas las
sociedades del planeta, desarticulando modos de vidas y prácticas sociales, de
modo que su desaparición no supone volver a un estado anterior – por ejemplo a
una sociedad genéricamente socialdemocrática -, sino encontrarnos con una
sociedad herida y desorientada.
Lo que el
derrumbe del neoliberalismo trae a la luz, no es una sociedad pretérita, con
todos sus elementos orgánicamente funcionantes – si es que eso existió alguna
vez – sino restos dislocados de formas sociales “anteriores”. Pongo anteriores
entre comillas, porque siguiendo el símil arqueológico, no hay realmente tal
anterioridad: los restos son siempre contemporáneos, conviven con las
construcciones actuales como una construcción más. Están sin embargo
des-funcionalizados y su descubrimiento los re-funcionaliza. El racismo que
infecta a muchos europeos es un buen ejemplo. Amin Ash, en su lúcido análisis
de nuestra sociedad en “Europe, land of
strangers” dedica todo un capítulo a la “resistencia de la ideas de raza”, llegando a la pesimista conclusión que
habrá que contar con ellas e intentar tratarlas, más que pensar que se puedan
erradicar.
El neoliberalismo
ha roto el equilibrio socialdemocrático que fue dominante en la Europa de la
postguerra, atrayendo hacia sí las élites socialdemocráticas y erosionando su
legado. Sin embargo, no ha sido capaz de fundar una nueva sociedad
“neoliberal”: demasiados excluidos, demasiada angustia en los no excluidos –
siempre al borde la exclusión, o siempre confrontados al cálculo de su propio
placer y de su goce-, demasiado desorden en el mundo debido a la propia cultura
neoliberal de las élites, ellas también presa de cálculos cortamente
egoísticos: el cálculo y el interés personal no producen ningún “estadista”, ni
siquiera un simple “hombre público”.
Vivimos pues, en
el paisaje después de la batalla de la última utopía de la modernidad – y del
último proyecto de dominio: el neoliberalismo. Algunos “generales” neoliberales
todavía intentan dictar órdenes: mantener a toda costa la austeridad, subir los
impuestos indirectos, atacar a los movimientos sociales. Pero sus propias
tropas empiezan a desobedecer, desanimadas. Y los generales más avispados ya
cambian completamente de estrategia – Trump, por ejemplo -, pensando ya en el
después y, a la vez, anticipándolo.
Para quien vive
un momento de descomposición de un proyecto de poder como el actual, la
historia es un libro abierto, como dijo Hannah Arendt a propósito de los
refugiados. La abrupta discontinuidad del discurso de las élites y el rápido
aflorar de los síntomas de malestar en la sociedad, nos permiten tener una
consciencia clara de las razones de estos cambios, de las fuerzas en campo, de
sus puntos de tensión, de sus tendencias. Este conocimiento puede ayudarnos a
imaginar nuevas formas políticas. Intentar sustituir una utopía que se
resquebraja con otra – aunque tenga las mejores intenciones–, sería simplemente
empezar un nuevo ciclo de imposición, opresión, dislocación. Quizá ha llegado
el momento de que miremos de cara el campo de restos que tenemos ante nosotros
y tengamos en cuenta, de una vez, la historia. No como un lastre, sino como el
territorio preciso en el que tenemos que operar. Cada crisis, como la que
vivimos, nos muestra que las ruinas de las crisis anteriores están allí,
siempre disponibles a resignificaciones y actualizaciones. Una de nuestras
tareas es, sin duda, que la resignificación sea benigna y fértil– incluso en lo
que atañe a los restos del neoliberalismo.
Pero para ello
es fundamental que interpretemos correctamente estas ruinas: en su composición
podemos detectar las ideas e intereses que constituyeron, durante un tiempo,
los discursos dominantes; en sus bordes y sus grietas, podemos hallar restos de
aquello que acabó con ellos y su intento
de imponer un orden total a la sociedad; y también de aquello que ningún
proyecto de dominio ha conseguido domar: el núcleo indecible que nos habita,
llámese pulsión, deseo, goce o pasión. Una nueva política debería tener en
cuenta, de una vez, la historia de eso y de su inacabable vitalidad.
esto también salió en pájaro rojo: Europa. esta en estado de shock y a los liberales europeos se les termina el verso:
ResponderEliminarel gobierno holandés informó hoy que en las elecciones legislativas de marzo próximo volverá a utilizar el sistema de recuento manual de los votos para evitar el presunto riesgo de un ciberataque ruso, un temor que el país europeo adoptó luego de que Estados Unidos, durante el gobierno de Barack Obama, acusara de lo mismo a Moscú.
“Ante los indicios de que Rusia puede estar interesada en influenciar en los comicios, habrá que recurrir al viejo lápiz y papel para contar los votos”, alertó el ministro holandés del Interior, Ronald Plasterk, al informar de la medida adoptada, porque, subrayó, hay que “evitar cualquier sombra de duda”.
En un año de elecciones decisivas para el futuro de Europa, con comicios en las potencias de Holanda, Francia y Alemania, la inquietud de interferencias rusas para favorecer a partidos de extrema derecha eurófobos parece crecer en el Viejo Continente.
Sobre todo, después de que los servicios secretos de Estados Unidos alegaran que los correos electrónicos del Partido Demócrata habían sido pirateados para influir en el resultado de los comicios, que dieron como vencedor al candidato republicano, y ahora presidente, Donald Trump.
El propio viceprimer ministro holandés, Lodewijk Asccher, reconoció que “no se atreve” a comunicarse por teléfono con el jefe de gobierno, Mark Rutte, debido a la “alta preocupación por el espionaje ruso”.
paranoia o sobre actuación?
Paranoia, sin dudas. A lo que realmente temen es a la manipulación de los resultados por parte de una CIA desatada y autónoma. Cordiales saludos,
ResponderEliminarAstroboy