A pesar de sus
sesgos evidentes, nos gustó esta nota salida hoy en el diario español El País.
Lo firma Macarena Vidal Liy y habla del creciente poder global que proyecta
China bajo el liderazgo de su actual mandatario, Xi Jinping (foto):
Título: Así
quiere China dominar el mundo
Epígrafe: El
presidente chino, Xi Jinping, quiere que Pekín ocupe el vacío geopolítico que
deja EE UU. Sus inversiones en diplomacia, armamento e inteligencia artificial
lo prueban
Texto: “Esconder
la fuerza y aguardar el momento”. Deng Xiaoping, el gran protagonista del
aperturismo económico chino, recomendaba mantener a China en un segundo plano
en el escenario global, mientras el país luchaba por salir de la pobreza y
dejar atrás el marasmo de 10 años de Revolución Cultural. Ya no; esa etapa ha
quedado atrás. En la “nueva era” que ha proclamado el presidente Xi Jinping,
China está decidida a ocupar el papel protagonista en el escenario mundial que,
a sus ojos, le debe la historia. De la mano de Xi, el líder más poderoso del
país en décadas y que continuará en el poder más allá de los 10 años
inicialmente previstos, quiere moldear el orden mundial para colocarse como
referente, crear oportunidades estratégicas para sí y para sus empresas y
legitimar su sistema de gobierno. Y ya no se recata en anunciarlo.
“Nunca el mundo
ha tenido tanto interés en China ni la ha necesitado tanto”, declaraba
solemnemente el mes pasado el Diario del Pueblo, la más oficial de las tribunas
oficiales de Pekín. El momento actual —con un Estados Unidos que bajo la
presidencia de Donald Trump ha abdicado de su papel de líder mundial, una
Europa presa de sus divisiones, un mundo que aún arrastra las consecuencias de
la crisis financiera de 2008— presenta una “oportunidad histórica” que,
sostenía el comentario, “nos abre un enorme espacio estratégico para mantener
la paz y el desarrollo y ganar ventaja” . La firma como “Manifiesto” indicaba
que representaba la opinión de los más altos dirigentes del Partido.
Esa ambición no
es nueva: la catástrofe que fue el Gran Salto Adelante (1958-1962) vino
provocada, al fin y al cabo, por la voluntad de Mao Zedong de convertir China
en una potencia industrial en tiempo récord. Lo que sí es nuevo es que ahora se
proclame a viva voz, y cada vez más alto. En su discurso ante el XIX Congreso
Nacional del Partido Comunista en octubre, cuando renovó su mandato para otros
cinco años, Xi anunció la meta de convertir su país en “un líder global en
cuanto a fortaleza nacional e influencia internacional” para 2050. La fecha no
es casualidad: para entonces, China ya habrá agotado su dividendo demográfico
(ahora, la estructura de edad de su mano de obra, todavía relativamente joven,
resulta beneficiosa para el crecimiento económico del país).
A ojos de Pekín,
China nunca ha tenido tan al alcance de la mano ese objetivo. La diferencia no
solo la marcan las circunstancias geopolíticas o su auge económico. También su
situación interna: nunca, desde los tiempos de Mao, un líder chino había
contado con tanto poder, ni se había sentido tan seguro en el cargo.
Xi no deja de
acumular puestos y títulos, oficiales y extraoficiales. Secretario general del
Partido: presidente de la Comisión Militar Central, jefe de Estado, “núcleo”
del Partido y ahora lingxiu, o líder, un tratamiento que solo se había
concedido a Mao Zedong y a su sucesor inmediato, Hua Guofeng. Por las
universidades de todo el país se abren centros de estudio dedicados a su
pensamiento; las calles de cualquier centro urbano están llenas de carteles que
exhortan a la población a aplicar sus ideas. Del modo más marcado en décadas,
la lealtad al Partido, y por ende a Xi, es la condición sine qua non para tener
éxito en cualquier actividad que tenga que ver con el omnipotente Estado.
La consolidación
de su poder se verá completada durante la sesión anual de la Asamblea Nacional
Popular, el Legislativo chino, que se inaugura la semana próxima en el Gran
Palacio del Pueblo de Pekín. Los diputados aprobarán, entre otras cosas,
eliminar el límite temporal de dos mandatos que la Constitución impone al
presidente, allanando el camino para que Xi pueda continuar al frente del país
por tiempo indefinido.
Ya durante el
primer mandato de Xi, China ha multiplicado su expansión internacional. Su
Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras va a cumplir tres años y ha
concedido préstamos por más de 4.200 millones de dólares. Su Nueva Ruta de la
Seda —un plan para construir una red de infraestructuras a lo largo de todo el
mundo— acaba de incorporar oficialmente a América Latina, tiene en el punto de
mira el Ártico y se dispone a celebrar su segunda cumbre internacional en 2019.
Su inversión en diplomacia ha sido vasta. En 2017 destinó a este fin 7.800
millones de dólares, un aumento del 60% con respecto a 2013. Por contra, EE UU
ha propuesto recortar un 30% el gasto de su servicio exterior.
Si Washington ha
ido abandonando sus compromisos internacionales, China está dispuesta a llenar
ese vacío. Xi Jinping se ha presentado como el gran defensor de la
globalización, de la lucha contra el cambio climático, de los tratados de
comercio internacionales. Pekín ya mantiene acuerdos de libre comercio con 21
países —uno más que Washington— y, según sus autoridades, negocia o se plantea
incluir a una docena más.
Su inversión en
el extranjero y la de sus empresas son uno de los principales pilares de esta
estrategia. En América Latina ya ha concedido más créditos que el Banco
Interamericano de Desarrollo; el año pasado invirtió 120.000 millones de
dólares en 6.236 compañías de 174 países, según su Ministerio de Comercio. Como
parte de su plan para convertirse en un país puntero en tecnología y hacer que
este sector sea una de las principales fuentes de su PIB, ha adquirido firmas
claves en áreas estratégicas, como la líder alemana en robótica Kuka o la
diseñadora de chips británica Imagination. Ya es un referente en inteligencia
artificial.
Pero su presencia
en el exterior no se limita al terreno diplomático o comercial. Ser una
potencia global requiere no solo tener acceso a los recursos y conexiones con
el resto del mundo. También defenderlos y defenderse. Y China, con 151.000
millones de dólares, es el segundo mayor inversor en poderío militar, solo por
detrás de EE UU, y moderniza su Ejército a marchas forzadas. Ya cuenta con su
primera base militar en el exterior, en Yibuti, y según Afganistán se plantea
construir una segunda en una remota esquina de ese país.
Pero si China hoy
genera más simpatías que EE UU en numerosos países —incluidos aliados
tradicionales de Washington como México u Holanda, según apuntaba el Pew
Research Center en 2017—, su auge también suscita desconfianzas. Eurasia Group
ha descrito la influencia de China en medio de un vacío de liderazgo global
como el primer riesgo geopolítico para este año. “Está fijando estándares
internacionales con la menor resistencia jamás vista”, sostiene la consultora.
“El único valor político que China exporta es el principio de no injerencia en
los asuntos internos de otros países. Es atractivo para los Gobiernos,
acostumbrados a las exigencias occidentales de reformas políticas y económicas
a cambio de ayuda financiera”. Mención especial, entre otras cosas, merece la
inversión china en inteligencia artificial: “Procede del Estado, que se alinea
con las instituciones y compañías más poderosas del país y trabaja para
garantizar que la población se comporte más como el Estado quiere. Es una
fuerza estabilizadora para el Gobierno autoritario y capitalista del Estado
chino. Otros Gobiernos encontrarán seductor ese modelo”.
Otras voces
también suenan alarmadas. El primer ministro australiano, Malcolm Turnbull,
denunció en diciembre la influencia de China en los asuntos políticos de su
país, mediante lobbies y donaciones, y ha presentado un proyecto de ley que
busca frenarlo. El director del FBI en EE UU, Christopher Wray, también ha
advertido que Pekín puede haber infiltrado operativos incluso en las
universidades. Un informe del think tank alemán MERICS y el Global Public
Policy Institute alerta de la creciente penetración de la influencia política
de China en Europa, especialmente en los países del Este. Y un grupo de
académicos logró, gracias a sus protestas el año pasado, que la editorial
Cambridge University Press recuperara artículos censurados por no coincidir con
la visión de Pekín en asuntos como Tiananmen o Tíbet.
La creciente
asertividad de Pekín puede rozar la arrogancia o el desdén por las normas
internacionales. En el mar del sur de China, donde sus reclamaciones de
soberanía le enfrentan a otras cinco naciones, ha ido construyendo islas
artificiales en áreas en disputa pese a las protestas de los países vecinos y
de EE UU. Recientemente, la prensa ha recriminado a Suecia sus presiones para
la liberación de Gui Minhai, el librero sueco detenido el mes pasado cuando
viajaba a Pekín escoltado por dos diplomáticos.
Además de las alarmas,
empiezan a sonar también —de modo aún muy incipiente— propuestas para
contrarrestar esa pujanza o los aspectos menos benevolentes de ella. El
presidente francés, Emmanuel Macron, ha llamado a los 27 socios de la UE a la
unidad para no perder terreno frente a China. La Casa Blanca ha comenzado a
imponer aranceles a algunos productos para frenar lo que considera competencia
desleal de China en el intercambio comercial. Japón, India, Australia y EE UU
se plantean ofrecer un plan internacional alternativo al de la Ruta de la Seda.
Claro que ni
siquiera el todopoderoso Xi puede darlo todo por seguro, y la China de la nueva
era adolece de debilidades importantes. Por el momento, el apoyo popular al
presidente y su gestión parece sólido. Pero mantenerlo, en una sociedad de
fuertes desigualdades sociales, puede ser una tarea complicada.
Las jóvenes
clases medias, nacidas y criadas después de la Revolución Cultural y de Mao, no
han conocido el sufrimiento de sus progenitores y demandan un bienestar económico
que dan por garantizado, así como estándares de vida similares a los de
Occidente.
Esto incluye la
contaminación, uno de los grandes males de China. Tras medidas como un plan
invernal de urgencia, estándares de emisiones para vehículos o cierres de
fábricas con altos niveles de polución, este año la calidad del aire en Pekín
ha mejorado notablemente. Pero organizaciones como Greenpeace remarcan que esta
mejora, en parte, se ha producido a costa de trasladar la contaminación a
regiones más pobres y menos visibles.
Garantizar unos
estándares de vida cada vez mejores —China se ha comprometido a acabar para
2020 con la pobreza rural, que en 2015 afectaba a 55 millones de personas—
obliga también a la reforma económica. Al llegar al poder hace cinco años, Xi
prometió dejar que el mercado marcara el paso. Es una aspiración que ha
demostrado ser complicada. En 2015, la revista Caixin apuntaba que, de entre
las 113 áreas susceptibles de reforma, tan solo en 23 se avanzaba a buen ritmo,
los progresos eran lentos en 84 y en 16 no se había conseguido nada.
En América Latina
ha otorgado más créditos que el Banco Interamericano de Desarrollo: invirtió
120.000 millones de dólares en 2017
Lo que queda
pendiente es lo más difícil: las empresas de propiedad estatal, gigantescas e
ineficientes, pero básicas en el sistema socioeconómico chino actual; el exceso
de crédito y de capacidad de producción; la completa liberalización del yuan.
Reformas necesarias, pero que requerirán enorme habilidad para que no afecten
al índice de desempleo o la estabilidad social, la gran prioridad del Gobierno.
En aras de esa
estabilidad social, la China de Xi Jinping ha implantado ambiciosos programas
de control y vigilancia ciudadana, ayudada por la inteligencia artificial. El flujo
de la información y las redes sociales están férreamente supervisados. Cada
empresa, incluidas las multinacionales extranjeras, debe contar con una unidad
del Partido Comunista en su estructura. Los medios de comunicación estatales
—los principales— han recibido instrucciones de boca del propio presidente:
“Ustedes deben apellidarse Partido”.
La tendencia es a
reducir la tolerancia a cualquier manifestación cultural que no subraye el
papel dominante del Partido Comunista o se ponga al servicio de sus objetivos.
Y esto incluye el trato a las minorías y la práctica de la religión, sobre la
que recientemente se han impuesto nuevos reglamentos. Los sujetos molestos
—sean disidentes políticos, abogados de derechos humanos o activistas de causas
sociales— son detenidos y, en ocasiones, condenados a largas penas de cárcel.
El año pasado, el premio Nobel de la Paz Liu Xiaobo murió de cáncer de hígado
mientras cumplía una pena de 11 años.
Pero el tiempo
corre, para Xi, para Pekín y para implementar las reformas. Uno de los grandes
obstáculos que afronta el país es, precisamente, su rápido envejecimiento. La
desastrosa política del hijo único hace que el dividendo demográfico se esté
agotando. Pese al fin de la prohibición en 2015, la natalidad no tiene visos de
repuntar. En 2020, 42 millones de ancianos no podrán cuidar de sí mismos y 29
millones superarán los 80 años. Todo un desafío para unos sistemas de seguridad
social y de sanidad aún muy débiles.
Para 2050, cuando
aspira a haberse convertido en una gran potencia, contará con 400 millones de
jubilados. Para entonces, deberá haber completado sus ambiciosos planes de
reforma militar y económica; la prioridad será atender a ese gran segmento de
población envejecida. El plazo de “oportunidad estratégica” habrá expirado.
La nueva era de
Xi tiene, por tanto, prisa. Hoy puede movilizar a la población en busca del
sueño chino; mañana podría ser tarde. En unos años, esta nueva era puede
haberse quedado demasiado vieja.
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