Posteamos hoy dos
notas sobre el “procés” independentista catalán. La primera es de David Romero
para Russia Today en español, en la que se resumen los cinco principales "inconvenientes" que tiene hoy Cataluña en torno a dicho proceso. De paso, constituye una adecuada respuesta a quienes todavía vislumbran una oscura mano de Moscú detrás de los independentistas (no, tontis, si hay alguien detrás del proceso es Goldman Sachs, no Moscú!). Vayamos a la nota:
Título: Cinco realidades
que dificultan la independencia de Cataluña
Epígrafe: ¿Cumple
Cataluña los requisitos necesarios para ser un Estado soberano? ¿A qué
problemas podría enfrentarse en su andadura como república independiente?
Texto: Este
viernes, en una sesión accidentada y atípica, el 'Parlament' aprobaba la
Constitución de la república independiente de Cataluña. Poco después, en las
escalinatas del edificio, los diputados independentistas lo celebraban con la
euforia y la sensación de solemnidad que corresponde a los momentos históricos.
En esa imagen
destacaban dos figuras: la de Carlos Puigdemont (aún presidente de la
Generalitat, a punto de ser cesado) y su mano derecha en el 'procés', Oriol
Junqueras. Era llamativa la diferencia en sus actitudes: mientras Puigdemont se
hacía cargo del momento y exhibía una tímida sonrisa de satisfacción, Oriol
Junqueras parecía hondamente preocupado, como si sintiera la inminencia de
alguna catástrofe. La imagen, en cierta medida, condensaba poéticamente el
momento en que se encuentra Cataluña: la frágil satisfacción de los
independentistas viene acompañada, desde luego, por la consciencia profunda de
una realidad difícil y llena de amenazas.
Durante los
últimos meses, no han faltado análisis previos y preguntas abiertas sobre la
sostenibilidad económica, social y política de una Cataluña independiente, y la
mayoría de ellos auguraba un futuro poco esperanzador para el proyecto
secesionista. Hoy, ese futuro lucha obstinadamente por abrirse paso en la
realidad, pese a la oposición del Estado español… y a las graves carencias con
que nace esta pretendida república independiente de Cataluña. Por ese motivo,
es ahora oportuno un repaso analítico de esas carencias:
Legalidad
Este viernes, el
presidente español, Mariano Rajoy, salía satisfecho del pleno del Senado en el
que se aprobaban las medidas con las que su Ejecutivo ha intervenido la
autonomía de Cataluña al amparo del artículo 155 de la Constitución española.
Interpelado en los pasillos por un grupo de periodistas, señaló que la
declaración de independencia llevada a cabo horas antes en el Parlamento
catalán "no solo va contra la ley, sino que es un acto delictivo". En
efecto, la Fiscalía General del Estado presentará el lunes al Tribunal Supremo
una querella contra Carles Puigdemont y el resto de los miembros del 'Govern',
por el delito de rebelión, para el que el código penal establece penas de
prisión de hasta 30 años.
Pero esta
declaración unilateral de independencia no es el único punto en el que el
'procés'ha vulnerado la legalidad española. El propio referéndum a cuyos
resultados se remiten los independentistas para justificar la secesión fue
declarado ilegal por el Tribunal Constitucional, que anuló la Ley del
Referéndum aprobada el 6 de septiembre en el Parlamento catalán.
Legitimidad
democrática
Precisamente,
esos plenos del 'Parlament' catalán de los días 6 y 7 de septiembre, en los que
se llevó a cabo la votación y posterior aprobación de la mencionada Ley del
Referéndum y de la Ley de Transitoriedad Jurídica, pusieron en entredicho la
legitimidad democrática de todo el proceso independentista. Fueron sesiones en
las que se vulneraron varios derechos parlamentarios de los diputados de la
oposición y en las que se aprobaron leyes que desafiaban prohibiciones expresas
del Tribunal Constitucional de España.
Por si fuera
poco, las condiciones en las que se llevó a cabo el referéndum tampoco ofrecen
ninguna garantía democrática. Se partía de una situación de división social tan
profunda que la mayoría de los que se oponían a la independencia de Cataluña no
estaban dispuestos a participar, precisamente por considerar que el referéndum
carecía de legitimidad, que no era vinculante, y que además era ilegal. Por
otra parte, la presión policial afectó de forma determinante a la logística de
las votaciones, y los instrumentos de control de la participación eran a todas
luces insuficientes: se llegó a demostrar que fue posible que la misma persona
votase varias veces.
En suma, a día de
hoy, pocos tienen dudas acerca de que los exagerados resultados del referéndum
–con un 90,2% de votos al 'sí'– no reflejan la voluntad real del conjunto de
los catalanes y, por lo tanto, es evidente que la independencia de Cataluña no
está impulsada por una mayoría social suficiente, lo cual pone de manifiesto la
debilidad de su esqueleto democrático y también la próxima carencia que vamos a
comentar, que es probablemente la más profunda de todas.
Cohesión social
Es cierto que el
independentismo es una fuerza política muy importante en Cataluña. Dos millones
de personas en una población de algo más de siete millones son una proporción
más que considerable, pero para lanzar con unas mínimas garantías de éxito un
proyecto independentista que aspire a la creación de un Estado soberano hace
falta una mayoría social amplia, con una capacidad de consenso suficiente para
permitir una convivencia armoniosa.
Y ese no parece
ser el caso de Cataluña, afectada actualmente por una fractura social honda y
preocupante. Tal como comentaba para RT la periodista y politóloga Laura
Fábregas, "una Cataluña independiente no sería gobernable ahora, porque la
mayoría de la población está en contra de este proyecto, es decir: la opción
abiertamente independentista no ganó en votos, y llevar a cabo un proceso de
este tipo con tanta gente en contra no es fácil".
Reconocimiento
internacional
En la celebración
posterior a la proclamación de la independencia, el diputado de Junts Pel Si
Lluís Llach colgó una bandera de las Naciones Unidas en la balaustrada de la
escalinata del Parlament, a pocos metros de donde Puigdemont y Junqueras darían
luego su primer discurso en la recién proclamada república.
Ciertamente, esa
bandera pretendía tapar uno de los agujeros que podrían hundir el barco
independentista casi antes del salir del puerto: la falta de apoyo
internacional. Pero no pudo ocultar la nefasta verdad que atormenta a los
fundadores de la nueva república: ninguno de los países a los que representa
esa bandera se mostró favorable a la declaración de independencia.
Lo cierto es que
ni la red de 'embajadas' catalanas desplegada en los últimos años por la
Generalitat, ni los constantes guiños y reclamos a la Unión Europea, ni la
construcción de un relato de tintes épicos y tono victimista de cara al
exterior han sido suficientes para que el proyecto secesionista se granjeara la
simpatía o el apoyo efectivo de la comunidad internacional. Muy al contrario,
cada mandatario extranjero que se ha pronunciado últimamente al respecto lo ha
hecho para apoyar expresamente al Gobierno de España o para pedir que cese la
inestabilidad en la zona.
Se trata de una
carencia grave. Tal como explica a RT el vicepresidente de la Unión de
Europeístas y Federalistas en Madrid, Íñigo Cruz, el apoyo internacional
"es hoy en día un elemento básico, porque el reconocimiento de un Estado
independiente pasa por el reconocimiento del resto de Estados". Dicho de
otra forma, "esto es como un club en el que si no te aceptan los socios no
puedes pasar a ser parte del mismo: si los socios no te admiten, tu no tienes
nada que hacer".
Por ello, Cruz
considera que la recién proclamada república catalana tiene "poco
recorrido, y con todos mis respetos, casi ninguno", y explica que en el
extranjero "a nadie le interesa la causa catalana porque no parte de una
situación clara de injusticia. Puede haber un problema político, que debería
solucionarse con el diálogo, pero no se puede decir que haya una falta de
derechos humanos o que haya una falta de democracia o de representatividad...
Así lo han reconocido el Consejo de Europa, la Unión Europea y varios Estados
miembros".
Sostenibilidad
económica
Casi cualquier
economista preguntado al respecto ha alertado en los últimos meses de los
serios problemas económicos que podrían desencadenarse en Cataluña en caso de
una ruptura con España. Uno de ellos, José Moisés Martín, comentó recientemente
a RT que la independencia "si se hace a las bravas", sería "una
catástrofe" tanto para la economía de Cataluña como para la de España, y
en particular señaló que "en caso de separación de las cajas de pensiones,
Cataluña no podría pagar sus pensiones, por lo menos al principio, porque no
tiene caja, no tiene pirámide suficiente. Ahora mismo se está sosteniendo
prácticamente con los préstamos que recibe del Estado español".
Y lo cierto es
que ese no sería el único ni el más importante de los problemas. Si tenemos en
cuenta lo analizado hasta ahora, es fácil entender que un país fundado en una
declaración de independencia ilegal, sin apoyos en el exterior y con una
división interna que amenaza con ser una constante fuente de inestabilidad, no
es precisamente un paraíso para los inversores ni para las empresas.
Por lo demás, el
comercio exterior se vería igualmente afectado por las condiciones comentadas;
y otros factores como el cese de la percepción de fondos estructurales de la
Unión Europea o su salida del Banco Central Europeo supondrían auténticos
torpedos contra la línea de flotación de la economía catalana.
***
La nota que sigue
es de Mariano Schuster y apareció ayer en la revista digital argentina Panamá
Revista. Va al fondo ideológico de las cosas. No tiene desperdicio:
Título: ORWELL O
PUIGDEMONT
Epígrafe (1):
George Orwell combatió al fascismo en Cataluña. Socialista ético y sentimental,
fue un crítico del nacionalismo de todo pelaje. Hoy la izquierda debería
releerlo a la luz de sus apoyos inconsistentes a un proceso de independencia
liderado por una derecha insolidaria y corrupta.
Epígrafe (2): “El
nacionalismo es sed de poder mitigada con autoengaño”
George Orwell, Notas sobre el nacionalismo
Texto: George Orwell era
demócrata, republicano y rojo. Y era, además y sobre todo, un periodista digno.
En los tiempos oscuros de los “Heil Hitler” y los “Viva Stalin”, se atrevió a
decir las cosas con claridad. Defendió la democracia, defendió a los
trabajadores, y defendió la ética. Con su saco jaspeado y su corbata arrugada,
hizo de la verdad su propia bandera.
A Bertrand
Russell le gustaba decir que aquel muchacho había llegado al mundo para
“reestablecer lo obvio”. Era cierto. Lo obvio era, sencillamente, aspirar a una
democracia robusta, a una justicia independiente, a una economía que
favoreciera a los más débiles, y a una sociedad sin hombres y mujeres utilizados
como excusas para saciar las apetencias de dictadores y políticos ambiciosos.
Con claroscuros y contradicciones, George Orwell fue fiel a esas ideas hasta el
fin de sus días. A diferencia de una parte de la izquierda, creía que los
hechos eran sagrados. Tergiversarlos había sido siempre la estrategia de las
derechas para hacerse con el poder.
Su compromiso
político fue explícito. En Inglaterra se afilió al Partido Laborista
Independiente porque, como el mismo afirmó, era “el único partido británico, o
al menos el único lo bastante grande como para entrar a considerarlo, que
aspira a algo que yo considero como socialismo”. Sus novelas y sus relatos
(entre las que se destacaron 1984, Rebelión en la granja y la algo olvidada
pero no por ello menos imponente El camino a Wigan Pier) se lanzaron en un
combate contra el poder absoluto y la perversión de la justicia. Como los
mejores de su tradición, Orwell no hizo silencio frente a las atrocidades de la
derecha. Pero tampoco se tapó la boca cuando el mal era cultivado por la
izquierda de la que se sentía parte.
Como otros,
Orwell buscó durante toda su vida ese suceso en el que sus palabras cobrasen un
sentido particular. Anhelaba el “momento definitivo”, ese campo de batalla en
el que las fuerzas del mal y las del bien –en última instancia el socialismo es
también judeocristiano— estuvieran claramente definidas. Lo encontró en España
en 1936. Allí, los fascistas amenazaban a una República en la que socialistas,
comunistas, liberales y trotskistas convivían mal en su intento de dar un nuevo
impulso a la justicia. Orwell decidió luchar.
Cuando Henry
Miller le preguntó, en la navidad de 1935, porqué estaba convencido de ir al
frente de batalla– algo que al escritor norteamericano le parecía absurdo –
Orwell contestó: “Voy a ir a matar fascistas porque alguien tiene que hacerlo”.
Eran palabras contundentes. No iba a arrepentirse de ellas.
El 25 de
diciembre de 1936 llegó a Barcelona con un pequeño bolso, un par de cuadernos y
una pluma. Al día siguiente, se alistó en las milicias del Partido Obrero de
Unificación Marxista (POUM). Lo hizo sin ser trotskista. En el fondo, él
pertenecía a esa tradición para la cual el socialismo prolongaba una larga
historia de personas comprometidas con una causa que trasvasaba fronteras
partidarias y nacionales. Era un socialista ético y democrático. Y un
socialista ético no podía estar sino con los mejores del bando que finalmente
sería el perdedor.
Fue allí, en
Cataluña, donde Orwell vio lo mejor y lo peor de sus “compañeros de ruta”. Un
Partido Comunista que entregaba anarquistas y trotskistas, unos anarquistas que
despreciaban el acuerdo, y unos socialistas temerosos y dubitativos. Y, sin
embargo, fue también allí donde se convenció de que la causa de la verdad tenía
un sentido. Herido de bala, pudo morir en la misma Barcelona. Sobrevivió acaso
para contar por qué el fascismo había triunfado. Sobrevivió para narrar cómo
habían sido sepultadas las esperanzas de una generación de luchadores. Lo hizo
en Homenaje a Cataluña un libro que es, todavía hoy, expresión del mejor
periodismo y de la buena prosa.
Las primeras
palabras de ese libro dan una muestra del personaje. Hablan de su estatura
moral y de su fortaleza humana. Allí dice: “En el cuartel Lenin de Barcelona,
un día antes de alistarme en la milicia, vi a un miliciano italiano delante de
la mesa de los oficiales. Era un joven rudo de unos veinticinco o veintiséis
años, ancho de hombros y de cabello entre rubio y pelirrojo. Llevaba la gorra
de cuero calada con decisión sobre un ojo. Estaba de perfil, con la barbilla
apretada contra el pecho y estudiaba con el ceño fruncido un mapa que uno de
los oficiales había desplegado sobre la mesa. Algo en su rostro me conmovió
profundamente. Era la cara de un hombre capaz de asesinar y sacrificar su vida
por un amigo; la cara que uno esperaría ver en un anarquista, aunque lo más
probable es que fuese comunista. Había en ella franqueza y ferocidad, y también
la enternecedora reverencia que sienten los analfabetos por aquellos a quienes
creen superiores. Era evidente que eso para él no tenía ni pies ni cabeza y que
leer un mapa le parecía una enorme proeza intelectual. No sé por qué, pero
pocas veces he conocido a nadie –a ningún hombre, quiero decir– que me haya
inspirado tanta simpatía.”
Durante toda su
vida, Orwell siguió enfrentando dictaduras y nacionalismos. No negaba las
naciones, pero consideraba a los hombres y a las mujeres por encima de ellas.
Frente a quienes aseguraban que había un “nacionalismo del poder” y otro “de los
trabajadores y los desfavorecidos”, Orwell solo veía lo mismo: un engaño. Así
lo dejó escrito en 1945: “Es importante no confundir el nacionalismo con el
culto al éxito. El nacionalista no sigue el elemental principio de aliarse con
el más fuerte. Por el contrario, una vez elegido el bando, se autoconvence de
que este es el más fuerte, y es capacidad de aferrarse a esa creencia incluso
cuando los hechos lo contradigan abrumadoramente. El nacionalismo es sed de
poder mitigada con autoengaño. Todo nacionalista es capaz de incurrir en la
falsedad más flagrante, pero, al ser consciente de que está al servicio de algo
más grande que él mismo, también tiene la certeza inquebrantable de estar en lo
cierto.”
Orwell
distinguía, sin embargo, el nacionalismo del patriotismo. Porque él se sentía
un patriota. Había una parte de Inglaterra que le era suya: la de sus calles
cosmopolitas, sus plazas y sus parques, la de sus trabajadores y sus
intelectuales.
“El nacionalismo
no debe ser confundido con el patriotismo.” – decía. “Encierran dos ideas
distintas y hasta opuestas. Por patriotismo me refiero a la devoción a un lugar
en particular y a un particular estilo de vida, los cuales uno cree que son los
mejores del mundo pero sin tener la menor intención de forzarlo a los demás. El
patriotismo es por naturaleza defensivo, tanto militarmente como culturalmente.
El nacionalismo, por otro lado, es inseparable del deseo de poder. El propósito
perdurable de todo nacionalista es el de asegurar más poder y prestigio, no para
sí mismo sino para la nación u otra unidad a la cual ha decidido someter su
propia individualidad. Un nacionalista es alguien que piensa solamente, o
principalmente, en términos de prestigio competitivo.”
Había combatido
en España contra eso. Se había enfrentado a los que hacían gala del imponente
valor de la nación. Es decir, a los que solo tenían “sed de poder mitigada con
autoengaño”. Para Orwell, la izquierda podía ser patriótica. No nacionalista.
En la Cataluña en
la que lo aprendió, la derecha avanza hoy con una independencia ilegal
fundamentada en un nacionalismo vergonzante e insolidario. Ninguno de los
partidos con los que Orwell luchó en la Guerra Civil acompañan el delirio. Ni
los comunistas ni los socialistas. El POUM ya no existe. La CNT está liquidada.
La izquierda ha sido sustituida por unos particulares “anticapitalistas” de las
CUP y unos extraños dirigentes de Podemos, que asocian el “régimen de 1978”
simplemente al “postfranquismo”. Los lazos históricos de la tradición de
izquierda están rotos.
Hoy, la única
organización histórica que está entregada al desastre nacionalista es Esquerra
Republicana de Cataluña. Pero ya no representa fielmente su pluralismo ni la
tradición de sus mejores hombres y mujeres.
El desprecio y la
antipatía por el gobierno de España –que también se embandera en otro
nacionalismo– no puede negar la realidad de un nacionalismo de derechas que no
quiere compartir lo que tiene. No puede tapar la ilegalidad de un referéndum
sin garantías y una declaración de independencia fraudulenta y antidemocrática.
Quienes aseguran que esta es una rebelión contra el “franquismo español”, lo
tergiversan todo. Durante el franquismo estaba prohibido hablar en catalán y
ahora no. Durante el franquismo no había autonomía y ahora sí. Durante el
franquismo no existían ni competencias propias ni cesión de impuestos. Durante
el franquismo se aplicaba el “garrote vil”, un método de tortura y muerte. El
discurso nacionalista, en su puerilidad, exalta al franquismo y rebaja a la
democracia. El discurso nacionalista es de derecha.
El enfrentamiento
de la derecha catalana con la derecha española no es motivo para elegir a la
que nos caiga más en gracia. Es motivo para escuchar otras voces: las que
prefieren una España concebida como nación de naciones, respetuosa de los
sentimientos de cada uno. Una España en la que cada cual pueda vivir con
libertad y dignidad.
Los ladrones de
la derecha catalana que lideran el proceso de independencia son fieles a su
historia: le robaron a los ciudadanos con sus corruptelas. Ahora les arrebatan
la democracia amparados en un sentimentalismo que ellos mismos se dedican a
alimentar. La “izquierda catalanista” es aún peor. Oriol Junqueras, líder de
Esquerra Republicana de Cataluña, asegura que los catalanes tienen un ADN más
cercano al francés mientras que los españoles son “más portugueses”.
La complejidad de
estos independentistas se reduce a esto: a que quieren cenar en soledad. Y
quieren cenar solos porque quieren cenar más y mejor. Sin compartir su plato de
comida con nadie. Es la complejidad de un discurso que dice “que los jornaleros
y trabajadores andaluces se las arreglen por su cuenta”.
Con el
advenimiento de la democracia en España, Josep Tarradellas, pudo volver a su
país. Miembro de Esquerra Republicana de Cataluña -había sido Consejero de
Gobernación y Sanidad en el gobierno de la II República–, era un hombre de
ideas firmes y justas. Sus discrepancias con el nacionalismo independentista de
algunos miembros de su partido, le valieron debates y hasta su propia
expulsión. Pero siempre volvía. Tarradellas lideró el gobierno de la
Generalitat de Cataluña en el exilio entre 1954 y 1977. Cuando pisó por primera
vez la plaza de Sant Jaume dijo: “Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí!”. La
multitud de hombres y mujeres que lo vivaron, lo recibieron como su President.
Oriol Junqueras, que usa el nombre del partido de Tarradellas, quita todo lo
democrático y progresista que alguna vez tuvo la Esquerra Republicana.
Tarradellas murió
acusando a Jordi Pujol –ladrón y president de la Generalitat de Cataluña por el
partido que hoy maneja Carles Puigdemont– de dividir a la sociedad catalana.
“Es desolador que
hoy la megalomanía y la ambición personal de algunos, nos hayan conducido al
estado lamentable en que nos encontramos (…) ¿Cómo es posible que Cataluña haya
caído nuevamente para hundirse poco a poco en una situación dolorosa, como la
que está empezando a producirse?”– decía. “Están utilizando un truco muy
conocido y muy desacreditado, es decir, el de convertirse en el perseguido, en
la víctima; y así hemos podido leer en ciertas declaraciones que España nos
persigue, que nos boicotea, que nos recorta en Estatuto, que nos desprecia, que
se deja llevar por antipatías hacia nosotros. (…) Es decir, según ellos se hace
una política contra Cataluña, olvidando que fueron ellos los que para ocultar
su incapacidad política y la falta de ambición por hacer las cosas bien (…)
empezaron una acción que solamente nos podía llevar a la situación en que ahora
nos hallamos.”- remataba.
Lo decía un
catalán. Lo decía un hombre de izquierdas. Y lo decía un demócrata. Un
antifranquista de verdad.
Mucho más a su
izquierda, Salvador Seguí, líder de la anarquista CNT –a quien ahora los de las
CUP quieren revestir de nacionalista– había dicho en 1919: “En Cataluña existe
otro problema que el nuestro, y este he dicho ya anteriormente, no es el
problema de Cataluña sino que también es de España y es universal. En Cataluña
no hay problema catalán, porque allí solamente siente ese problema la burguesía
organizada, que está bajo los auspicios de la Liga regionalista”. Seguí, lo
decía alto y claro: “En Cataluña no hay otro problema que el del proletariado”.
Ahora, mientras
algunas izquierdas hacen gala de su apoyo al nacionalismo independentista,
Rajoy gobierna en España. Como siempre, creerá resolver el problema. Y lo hará
peor. Crecerá también el nacionalismo españolista, excluyente, soberbio, y
tardofranquista. Los dos nacionalismos se alimentan en su simetría de estupidez
y patetismo.
En la incapacidad
y la confusión de quienes creen que apoyar a uno de los malos es mejor que
apoyar al otro, muere Orwell. Y muere lo mejor de la tradición de izquierdas.
Desconfiemos de los rojos que hablan de la nación más que de la clase, la
ciudadanía, y la democracia. Desconfiemos de los que sostienen cualquier causa
para enfrentar a “enemigos mayores”. Desconfiemos de los que, con superioridad
moral, apoyan a inmorales. Quieren hacernos elegir entre el mal y el mal. Como
los nacionalistas, se autoengañan. La historia les reserva honor a los
antifascistas verdaderos. Ninguno a los selectivos.
Agregaría Orwell: salvo el nacionalismo británico, o mejor dicho inglés.
ResponderEliminar(soy un admirador de Orwell y no estoy a favor de la secesión de Cataluña)