jueves, 21 de septiembre de 2017

Cataluña al rojo vivo


El gobierno español encarceló a catorce funcionarios catalanes encargados de llevar a cabo el referéndum del próximo 1 de Octubre sobre la independencia de esa región. Algunos de ellos, como el Secretario General de Economía, Josep María Jové, han sido acusados de sedición. Se suceden las protestas, no sólo en Barcelona sino en varias regiones de España. No parece haber salida política. Así lo cuenta el siguiente editorial del diario La Vanguardia


Título: Llamamiento a la serenidad

Texto: La economía de la Generalitat, intervenida. Más de una docena de altos cargos y funcionarios de la Administración catalana, detenidos por orden del juez. Cuarenta y un registros en oficinas públicas, despachos privados y domicilios. La logística del referéndum del 1 de octubre, muy desbaratada. Inmediatas manifestaciones de protesta en el centro de Barcelona. Tensión, mucha tensión en todos los estratos de la sociedad. Tres partidos catalanes abandonando el hemiciclo del Congreso de los Diputados, en señal de protesta. Actos de apoyo a las instituciones catalanas en Madrid, Valencia y otras ciudades españolas. El Gobierno –que dice cumplir con su deber–, en minoría en el Congreso de los Diputados. Fuerte presión sobre el Partido Socialista. El Partido Nacionalista Vasco, fuerza imprescindible para la aprobación de los presupuestos generales del Estado, confirma su asistencia a una asamblea de parlamentarios favorables al soberanismo. España en todos los noticiarios del mundo, con una imagen poco grata para un país europeo: políticos detenidos, papeletas de votación secuestradas. Incertidumbre ante las jornadas que se avecinan. Este es el paisaje que se podía haber evitado. Estamos ante una crisis de Estado.

Esta grave situación se podía haber evitado. Lo venimos advirtiendo, al menos, desde el 2015. Había caminos para sortearla. La actual situación se podía haber evitado atendiendo al principio de realidad. Los partidos soberanistas debían haber admitido que en las elecciones al Parlament de Catalunya de septiembre del 2015 no superaron el plebiscito que ellos mismos habían planteado. El independentismo no superó el 50% de los votos. No consiguió una mayoría social suficiente para una aceleración histórica. No consiguió la mitad más uno de los votos, pero quedó muy cerca. A lomos de su orgullo –y de sus respectivos cálculos de partido–, Artur Mas y Oriol Junqueras no quisieron admitir la realidad por miedo a la desmovilización y por temor a aparecer como perdedores ante el Gobierno español, que no les ofrecía ninguna alternativa. Optaron entonces por la fuga hacia delante y quedaron en manos de la CUP, previo sacrificio de Mas, que, mal aconsejado, no se atrevió a convocar nuevas elecciones. Un joven partido de extrema izquierda con el ocho por ciento de los votos se convertía así en dueño de la dinámica política catalana, sin tan siquiera esperarlo. Una situación insólita. Insólita pero real.

El Gobierno español también leyó mal septiembre del 2015. El fracaso del plebiscito fue interpretado como un desmayo del soberanismo, sin calibrar correctamente la profundidad de la protesta social y política en Catalunya, expresada con toda rotundidad desde el 2012. Cuando el 48% de los votantes de una sociedad expresa su adhesión a programas de ruptura hay que preocuparse. Y hay que preocuparse todavía más si ese 48% reúne a muchos votantes jóvenes y a los sectores más dinámicos de las clases medias. En septiembre del 2015, Mariano Rajoy se hallaba en vís­peras de unas elecciones generales muy complicadas. Tenía poco margen para moverse y seguramente creyó que la tensión con los soberanistas catalanes podía contribuir a la cohesión del electorado conservador español en un momento de fuerte desgaste, como consecuencia de la crisis económica. Creemos que el Partido Popular se ha convertido en adicto de un peligroso estimulante: la tensión catalana. La tensión catalana ayuda a cohe­sionar a su electorado y, llevada al extremo, desbarata a su principal adversario, el Partido Socialista. El incen­tivo es poderoso, pero toda espiral de la tensión acaba ­estallando. Después de muchos años de acumulación de tensiones, ese momento crítico ha llegado. ¿A quién beneficia ahora?

Poco antes del verano, advertíamos que los actuales gobernantes catalanes podían acabar llevando el autogobierno de Catalunya contra las rocas. Desgraciadamente así está ocurriendo, después de las nefastas sesiones parlamentarias del 6 y 7 de septiembre, en las que la institucionalidad catalana fue violentada y herida. Fue un mal paso. Suele serlo siempre que se pierde el respeto a la ley. Los dirigentes soberanistas inteligentes lo saben. Y algunos se atreven a reconocerlo. La Generalitat se halla intervenida, sin que se haya activado el artículo 155 de la Constitución. Decenas de dirigentes políticos y de altos funcionarios catalanes van a ser procesados. Los pleitos serán interminables. No sabemos qué pasará en las próximas semanas, pero sí podemos intuir que la plena restitución del autogobierno y el indulto de los inhabilitados se convertirán en argumentos centrales en los próximos meses. Se podía haber evitado.

Desde hace cinco años venimos criticando el quietismo del Gobierno español. Mariano Rajoy reiteró ayer que su principal obligación es velar por el cumplimiento de la ley y evitar la celebración de un referéndum de autodeterminación que choca frontalmente con la Constitución. Nunca discutiremos que el deber del Gobierno –de cualquier Gobierno– es hacer cumplir la ley. Ocurre, sin embargo, que la mejor manera de hacer cumplir la ley es propiciar el acuerdo, en caso de conflicto social grave. Ley y política. Con los reglamentos no se solucionan los graves problemas de un país. La situación hoy sería otra si la necesaria exigencia de cumplimiento de la ley hubiese ido acompañada de una sincera oferta de diálogo político. Es posible que en estas horas críticas, las encuestas, en lo que respecta a la opinión pública española, sean claramente favorables al Gobierno. Queremos advertir, sin embargo, que la situación creada va a ensanchar el campo de la protesta en Catalunya. Ya no es una cuestión de independentistas y no independentistas. Muchos ciudadanos ajenos al soberanismo sienten un profundo disgusto en estos momentos. La desafección respecto al Estado crece, por falta de un marco político de encauzamiento y diálogo. Los puentes están rotos. La situación es grave.

La logística del 1-O está prácticamente rota, pero el malestar ciudadano es enorme. Nuestro deber es advertirlo. ¡Cuidado con el cortoplacismo! ¡Cuidado con las miradas cortas! El Estado español y Catalunya se exponen a demasiados riesgos si entramos en un bucle de enfrentamientos. No es el momento de dejarse fascinar por las encuestas de urgencia. No es el momento de dejarse arrastrar por los insensatos que exigen una humillación pública de las instituciones catalanas. No es el momento, en Catalunya, de dejar la política en manos del reclamo emocional de la calle. No es la hora del aventurismo.

Queremos manifestar nuestro pleno respeto a las instituciones catalanas, amparadas por la Constitución y el Estatut, y nuestra adhesión al autogobierno. Y desde ­esta posición pedir serenidad a todos y la apertura ­inmediata de un marco de diálogo.


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La siguiente nota es del propio director del diario La Vanguardia, Marius Carol:


Título: ¿Y ahora qué?

Texto: Una vez que la Guardia Civil desactivó la logís­tica del referéndum del 1-O y detuvo a catorce altos cargos, mientras el Estado suspendía en la práctica el autogobierno catalán sin necesidad de pasar por el procedimiento del 155, la gente se hizo una pregunta elemental: ¿Y ahora qué? No es fácil responder a esta cuestión. Lo que parece claro es que será imposible llevar a cabo una consulta con garantías, como reconoció el presidente de Òmnium Cultural ante las operaciones policiales de los últimos días, así que en el soberanismo emergen voces que piden una declaración unilateral de independencia en el Parlament. Hay quienes quieren hacerlo de inmediato y quienes apuestan por proclamarla tras unas elecciones que den una amplia mayoría a una lista única independentista. Todo ello al margen de la Constitución y del Estatut, de donde emanan las instituciones catalanas. Nada nos permite ser demasiado optimistas a aquellos que creemos en una salida negociada, respetuosa con la legalidad.

¿No existe pues ninguna posibilidad de acuerdo? Pocas, pero habría que apurarlas. La historia nos enseña que a menudo las cosas no mejoran hasta que empiezan a empeorar. Si la máxima fuera cierta, lo tendríamos todo a favor para buscar un acuerdo. La semana pasada un alto cargo de la Generalitat y un dirigente del PP cenaron en Madrid y exploraron discretamente líneas de trabajo. Nada que vaya a cambiar la historia, pero es un brote en mitad del campo de batalla. Ciertamente preocupa pensar que las autoridades catalanas se fíen más de la calle que de su capacidad de gestionar la crisis, pero resultaría imprescindible encontrar interlocutores para negociar una solución digna.

Gaziel escribió tras el Sis d’Octubre que “las cosas disparatadas suelen acabar mal”. Sería inteligente no repetir la historia y buscar un marco en el que la política encauzara una situación que desborda a sus actores.


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