El diario Público de España (http://www.publico.es) publica la siguiente columna de opinión a cargo de Luis Matías López, titulada “Años de vértigo antes del desastre”. Hemos omitido el último párrafo, que alude más específicamente a España.
Señala Philipp Blom en “Años de vértigo. Cultura y Cambio en Occidente. 1900-1914” (Editorial Anagrama), que la Belle Époque que desembocaría en ese conflicto feo y nauseabundo conocido como la Gran Guerra, tenía mucho en común con la época actual, “Entonces como ahora”, precisa, “se hablaba del feroz avance de la técnica, de globalización, de avances en el ámbito de la comunicación y de cambios en el entramado social (…) Dejaba su sello la cultura del consumo de masas, era arrolladora la sensación de vivir en un mundo en imparable aceleración, de estar lanzándose a lo desconocido”.
En su opinión, la conexión entre el comienzo del siglo XX y el del XXI es muy estrecha y el “futuro incierto” que hoy nos acecha se debe en buena medida a los descubrimientos, ideas y transformaciones de lo que fue “un período de creatividad extraordinaria en las artes y las ciencias, de enormes cambios en la sociedad y en la imagen que el hombre tenía de sí mismo”.
Tras la muerte de la reina Victoria (1901), cristalizaron tendencias ya larvadas. La aristocracia se diluyó como clase dominante y se casó con el dinero de los comerciantes e industriales; los imperios (sobre todo el austro-húngaro y el alemán) mostraron sus pies de barro; las mujeres comenzaron a luchar por sus derechos con la fecha tótem del gran mitin sufragista del 21 de junio de 2008 (500.000 personas se concentraron en Hyde Park); la lucha revolucionaria cobró fuerza hasta eclosionar en Rusia, ya en plena guerra.
La crisis de la masculinidad que, sobre todo en Alemania se apoyaba en un culto desmedido al cuerpo y los uniformes, propagó una epidemia insólita: la neurastenia. Freud imponía su método arqueológico para adentrarse en la fuente de los problemas psicológicos, con el sexo como trasfondo, hasta definir la neurosis obsesiva como “consecuencia de un placer sexual presexual que se transforma en autorreproche”.
La ciencia, la técnica y la velocidad eran dioses. Un ingeniero norteamericano, Frederic Winslow Taylor, se convirtió en profeta de la racionalización del trabajo, mientras que Henry Ford y su cadena de montaje proletarizaban su modelo T, que se vendía por 825 dólares en 1908, y por 360 ocho años después”. El descubrimiento de la estructura del átomo y de la radiactividad, gracias a las investigaciones entre otros de Becquerel, Rutherford y el matrimonio Curie, fascinó a quienes eran incapaces de prever el potencial destructor de aquella “extraña luminiscencia”. Tras Einstein, cuya teoría de la relatividad afectaba a la naturaleza del tiempo y el espacio, el mundo no volvió a ser el mismo.
Los coches corrían cada vez más, el ferrocarril se convertía en un trasporte rápido, seguro y puntual, el francés Blériot cruzaba en avión por vez primera, en 1909, el canal de la Mancha. El culto a la máquina se imponía. Era un mundo fascinante, de enorme efervescencia artística en la literatura y las bellas artes, en la fotografía y el cinematógrafo, de bohemios y profetas, hedonismo y vuelta a la naturaleza, pero profundamente injusto, con ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres (como ahora), de explotadores y explotados, de gobernantes autoritarios (sobre todo en Centroeuropa y Rusia) incapaces de ver el calado del cambio.
Era un mundo en el que aún eran posibles guerras como la de los boers, en la que los ingleses, para controlar los fabulosos yacimientos de oro surafricano, reprimieron y masacraron a los colonos de origen holandés y prefiguraron los futuros campos de concentración nazis; o donde un rey belga, Leopoldo, se compró a título personal un territorio africano tan grande como Europa y mutiló y causó la muerte a millones de congoleños para explotar el caucho que ansiaba la industria del automóvil. Un viaje al corazón de las tinieblas que inspiró a Conrad y denunciaron, gracias a la nueva pujanza de los medios de comunicación, Edward Dene Morel y Roger Casement, cuya epopeya recogió Vargas Llosa en “El sueño del celta”.
Un mundo, por fin, que sin darse cuenta, con una euforia suicida, pese a advertencias como las de la premio Nobel de la Paz Berta von Suttner, se encaminaba al desastre por motivos que, si en 1914 ya parecieron absurdos, se revelaron suicidas en 1918, cuando callaron las armas tan sólo para testificar el derrumbamiento de tres imperios e iniciar la marcha hacia la apoteosis del horror de la II Guerra Mundial.
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