lunes, 25 de agosto de 2014

Marina


Acá va una nota de Juan Arias para El País sobre Marina Silva, ex número dos del PSB brasileño. Con la muerte del nº 1, Eduardo Campos, por esa maldita manía de venirse abajo que últimamente tienen los aviones, ahora ella ocupa ese puesto. Pasemos a la nota. 

Título: Marina Silva, la mística verde

Epígrafe: Ecologista y evangélica, la candidata socialista aspira a ser la primera presidenta negra de Brasil

Texto: Marina Silva, icono ecologista, de las pocas políticas brasileñas no corruptas, aspira a ser la primera presidenta negra de su país. Por una pirueta del destino, está más cerca que nunca de conseguirlo.

Conocida por su intransigencia con la vieja política, Silva cree que es posible conjugar crecimiento económico y justicia social. “El pragmatismo con los sueños”, ha dicho.

Su nombre, Marina, es un apodo como ocurre también con Lula. En realidad se llama María Osmarina Silva de Lima, y posee como el expresidente y líder sindicalista brasileño, un fuerte carisma popular, aunque teñido de misticismo y severidad. Tantas son las concomitancias entre ambos que le llaman la Lula con faldas. Militaron juntos durante casi 30 años en el Partido de los Trabajadores (PT) y los dos se forjaron, política y socialmente, en los movimientos sindicales de izquierdas.

Los orígenes de Marina, nacida hace 56 años en el Estado de Acre, en el norte del país, puerta de la Amazonia, son si cabe más humildes que los de Lula. Su familia, con 10 hermanos de los que sobreviven ocho, pasaba hambre recolectando caucho, (los llamados seringueiros) y vivía en un palafito. De niña, no pudo ir a la escuela porque tenía que ayudar a su padre. Su primer trabajo fue como empleada doméstica.

Ya con 16 años entró en el programa Movimiento Brasileño de Alfabetización (Mobral) en Rio Branco, capital de Acre. Quiso ingresar en un convento de la ciudad, pero al escuchar una conferencia sobre la Teología de la Liberación, decidió decantarse por la política. Se afilió en 1985 al Partido Comunista Revolucionario, integrado entonces en el Partido de los Trabajadores (PT), al que se unió al año siguiente.

A diferencia de Lula, que no estudió, Marina, con la ayuda económica de un diputado amigo fue a la Universidad y se licenció en Historia. Fundó en Acre, junto al mítico sindicalista, Chico Mendes, asesinado por su defensa de la Amazonia y de los campesinos contra los terratenientes, la Central Única de los Trabajadores (CUT).

Inquieta siempre y nunca satisfecha, se vio tentada por la política partidaria. Fue concejala, diputada y, a los 36 años, se convirtió en la senadora más joven y más votada de la democracia brasileña.

Cuando Lula llegó a la presidencia de la República en 2002, la nombró ministra de Medio Ambiente. Durante sus cinco años en el Gobierno, Silva redujo la deforestación de la Amazonia en un 60%, pero chocó con poderosos intereses y se quejaba de ser constantemente boicoteada, incluso por la entonces ministra de Energía, Dilma Rousseff. Esa labor le valió el reconocimiento fuera de las fronteras de Brasil. En 1996, recibió en Estados Unidos el Premio Goldam de Medio Ambiente para América Latina y Caribe. En 2007, la ONU le concedió el Champions of the Earth, el mayor galardón de esa institución en el campo ambiental. En 2008, The Guardian la eligió como una de las 50 personalidades capaces de ayudar a salvar el planeta. Ella suele recordar, citando los Evangelios, que “nadie es profeta en su tierra”.

En 2008, abandonó el Gobierno y el PT y se afilió al pequeño Partido Verde (PV) para presentarse a las presidenciales. Con poquísimos apoyos, consiguió por sorpresa casi 20 millones de votos, obligando a su antigua compañera de Gabinete, Rousseff a disputar una segunda vuelta.

Cuatro años más tarde, el sueño de Silva era presentarse como candidata de su nuevo partido: La Red. Atrasos burocráticos y trabas legales hicieron que no pudiera registrarse a tiempo para poder competir en las elecciones de octubre como líder de su propia formación política.

Silva, que también comparte con Lula una gran astucia política para imponerse a los imprevistos, acabó afiliándose al Partido Socialista Brasileño (PSB) de Eduardo Campos, que la designó como su número dos. Aceptó, aunque no le gusta ser la segunda en nada. El destino o la “providencia divina”— como ha descrito su decisión de última hora de no viajar en el avión de Campos que se estrelló la trágica mañana del 13 de agosto pasado— acabó colocándola como candidata a las presidenciales.

Con una salud frágil, agravada por varias malarias, tres hepatitis y una contaminación por metales pesados que limitan su alimentación y sus fuerzas físicas y desahuciada por los médicos, se puso en manos de un pastor evangélico con fama de poseer dones curativos.

Desde entonces, 1997, es una militante discreta de la Asamblea de Dios donde, sin embargo, es vista con desconfianza porque la consideran, contra lo que suele decirse, demasiado liberal y progresista para los cánones fuertemente conservadores de ese credo. Ha llegado a proponer un referéndum para discutir temas como el aborto, las drogas y el matrimonio homosexual, considerados tabúes y diabólicos por sus correligionarios evangélicos.

Sus adversarios políticos también la acusan de falta de experiencia para gobernar el país y de sentirse “predestinada”. Dicen que es “suave con guante de hierro”, inflexible en sus decisiones. Sin embargo, la analista Dora Kramer afirma que es incapaz de “golpes bajos” y que tiene como lema que “no todo vale” ni en la vida ni en la política. 

Casada dos veces, Marina Silva es madre de cuatro hijos. Difícil poder definir y encuadrar un personaje tan complejo, poliédrico, enigmático y, al mismo tiempo, con un fuerte magnetismo y un rigor ético que la hacen simpática entre los más jóvenes y los desencantados de la política.

El lema que gobierna su vida pública y privada está recogido de los Evangelios que, según dice, le piden ser “sencilla como una paloma y astuta como una serpiente”. ¿Será cierto que en política es más lo segundo que lo primero?

Su último gran desafío será enfrentarse a la poderosa presidenta Dilma Rousseff, más agnóstica que creyente, pero que hace unos días acudió a leer textos bíblicos ante 5.000 pastores evangélicos a quienes pidió la bendición.

Hay quien profetiza entre ambas una lucha bíblica al estilo David contra Goliat. En Brasil, como en toda América Latina, nadie parece escapar, como ha escrito Miguel Ángel Bastenier, al ineluctable destino de los dioses.

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